Para la mayoría de los hombres la guerra es el fin de la soledad. Para mi es la soledad infinita. Albert Camus

Por Mateo Malahora
Las guerrillas liberales en la pluma histórica de García Márquez habían sido vencidas. Su beligerancia fue derrotada. El coronel Aureliano Buendía, principal instigador contra el orden establecido, la institucionalidad gobernante, es detenido y condenado al pelotón de fusilamiento.
Tiempos en que no se hablaba de “falsos positivos” ni de ejecuciones extrajudiciales, tampoco del Derecho Internacional Humanitario.
Como se recordará, leyendo a Cien Años de Soledad, el coronel fue capturado en la frontera cuando trataba de fugarse y es llevado en forma espectacular a Macondo, la ciudad donde residía el Gobierno regional.
El pueblo se levantó, había sido condenado a muerte uno de los suyos y la sentencia sería ejecutada en la ciudad para escarnio de la población, como si a Guadalupe Salcedo, Manuel Marulanda y Pablo Catatumbo hubiesen sido llevados a Bogotá, Popayán y a Bogotá para ser pasados por las armas. Para algo ha servido la modernidad, cuando por las cabezas de los miembros de las FARC gobiernos norteamericanos y colombianos pagaban multimillonarias recompensas.
Mientras crecía la expectativa popular en la Plaza Principal de Macondo, donde se congregaba la población, se escuchó una fenomenal gritería que anunciaba: “Ya lo traen”.
Los soldados del gobierno luchaban por no doblar las rodillas y, menos, que las gentes arriaran las banderas del régimen; la situación se parecía a las comunidades de Argelia y Toribio, expertas en acorralar y dejar inofensivas a las brigadas militares.
Súbitamente Úrsula y Amaranta rompieron los cordones de la guardia oficial, se lanzaron a correr y lo vieron. Es él dijeron, solo faltaba tocarlo. Parecía un indigente del Bronx bogotano. Su ropa estaba arrancada y despedazada.
El cabello y la barba se parecían a uno de nuestros pordioseros y menesterosos que recorren las calles de la Ciudad Blanca, dejando a su paso una pestilencia de cinco siglos.
Caminaba arrastrado, como cuando trajeron a Manuel Quintín Lame de Coconuco a Popayán, amarrado a la cola de una mula por atentar contra las buenas costumbres, las sanas tradiciones y la civilización cristiana.
Junto al coronel derrotado también se observaba al coronel Gerineldo Márquez.
Los combatientes no tenían aspecto de angustia o congoja, y, más, parecía que les irritaban los madrazos que la muchedumbre disparaba al ejército contrario.
Sorpresivamente ¡Se armó la grande!, Úrsula vio a su hijo amarrado y quiso a acercarse, pero para poder hacerlo debió darles empellones a los soldados que amenazaban detenerla.
Cuando por fin se acercó, como todo militar pundonoroso y decente, le expresó a su madre que se controlara, que no era para tanto, como si presintiera y sospechara que la orden de fusilamiento se derrumbaría y, aunque no había Procuraduría, las órdenes se derrumbaban, y le dice, muy discretamente, que mejor lo visite en la Comisaría.
Al igual que las mujeres de nuestros tiempos, que luchan con tesón y terquedad por sus proyectos de vida, Úrsula se introdujo por la fuerza a la Cárcel y en una actitud de arrojo, de impulsivo arranque, como si fuera una mujer de la estirpe de Mercedes Abrego, les dice a los soldados que si tienen orden de matar que ya lo pueden hacer: “disparen”, les dijo.
Esta era Úrsula, una mujer de valor espartano, de armas tomar. Como si en esos días también se conmemorara el Día de la Mujer.
La gran sorpresa para el coronel Aureliano Buendía, que le produjo desconcierto, fue la de recibir un revólver, que logró Úrsula ingresar en su pecho y entregar durante la visita al coronel y que el oficial recibió sin la intensión de emplearlo.
Y como de la Gran Ciudad Santafereña llegaban atrasadas las resoluciones, como llegan aún las órdenes y decretos gubernamentales, por ejemplo, para que no se mueran de hambre los niños en La Guajira, cuando estamos en la era de Vive Digital, la orden llegó después de varios meses, y el capitán Roque Carnicero antes de abrir la comunicación seleccionó al azar a los soldados encargados de ejecutar la ordenanza, como si se tratara de un bingo, (en esos tiempos se fusilaba mientras llegaba la orden), tanto que el coronel Aureliano Buendía, cuando se dio cuenta que la muerte era inminente, que no tenía escapatoria, dice en su intimidad: “tanto joderse uno para que lo maten seis maricas sin poder hacer nada”.
Ese es el precio de la guerra y aunque ésta tenga límites, consagrados en los Convenios de Ginebra y sus protocolos adicionales, las normas se cumplen. “Guerra es guerra”, como dijo la monja superiora.
Empero, cuando el pelotón de fusilamiento estaba listo para enviar al Más Allá al coronel Aureliano Buendía, intempestivamente se produce su liberación.
Vino el desconcierto, la confusión y la algarabía popular, el capitán Roque Carnicero y sus hombres del pelotón de fusilamiento se ponen de lado del coronel Aureliano Buendía y el coronel Gerineldo Márquez es escogido por la muchedumbre como jefe civil y militar de Macondo.
Exacerbados los ánimos, rodilla en tierra los enemigos del coronel Aureliano, recordando los momentos en que se ordenó que las casas de la población fueron arbitrariamente pintadas de azul, se precipita una guerra que duró décadas, tan brutal e inhumana, todas las guerras son inhumanas, en la geografía de Macondo, que la paz huyó para sobrevivir. Fue tal la carnicería que a los niños se lanzaban al aire y se los esperaba con las bayonetas caladas para que no quedara ni sombra de las generaciones por llegar. Hasta pronto.
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