Carlos Fuentes
25 Oct. 08
Crecí en un país, a pesar de todo, optimista. A pesar del régimen de partido único: el PRI, en sus tres metamorfosis (Partido Nacional Revolucionario del Presidente que lo fundó, el «jefe máximo» Plutarco Elías Calles; Partido de la Revolución Mexicana del Presidente que lo reformó, Lázaro Cárdenas; Partido Revolucionario Institucional del Presidente que «institucionalizó» la «revolución», Miguel Alemán y sucesores). A partir de 1920, México conoció continuidad política con desarrollo pero sin democracia. En sentido lato el país aceptó esta fórmula. Las revoluciones legitiman. Y la revolución mexicana en su fase armada (1910-1920) y en su fase constructiva (1920-1964) concilió voluntades y aplazó rebeldías. A cambio de la democracia, el partido del gobierno pacificó al país, construyó presas, carreteras, escuelas. Llevó a cabo la reforma agraria, nacionalizó el petróleo. Inició la revolución industrial. Manipuló. Corrompió. Premió. Vigiló el mayor ascenso social que México haya conocido: el paso de una sociedad agraria a una semi-industrial. Premió a los mejores: estudiantes, escritores, diplomáticos, artistas. No dogmatizó. Diego Rivera y José Clemente Orozco denunciaron en los muros del Gobierno al gobierno que les daba y pagaba los muros. La Revolución se legitimaba históricamente. Iniciada en 1910, precedió a la revolución rusa y dejó en permanente aislamiento al comunismo mexicano.
Premió a los mejores. Disfrazó a los peores: el latrocinio era enmascarado por la retórica revolucionaria. El estado se expandió: vivir fuera del presupuesto es vivir en el error, dijo el filósofo de la burocracia. Las elecciones las decidía el «dedazo» del presidente en turno. Los intentos de democratización fracasaron o fueron aplastados. Pero la juventud se educó. La juventud aceptó el legado económico, social y cultural de la revolución y en 1968 la juventud dijo: Todo esto. Y democracia política, también.
El gobierno soberbio y obtuso de Gustavo Díaz Ordaz no comprendió el cambio operado por la propia Revolución. El 2 de octubre de 1968, intentó aplastar el movimiento social pro-democracia encabezado por los estudiantes. La matanza de Tlatelolco, en vez, hirió de muerte al régimen. De Luis Echeverría a Carlos Salinas, los gobiernos intentaron reparar con parches el neumático desinflado de la Revolución Mexicana, S. de R. L. Finalmente, en 2000, el presidente Ernesto Zedillo comprendió que había sonado la hora de la plena democracia electoral. Las elecciones de ese año dieron la presidencia a Vicente Fox, del partido opositor de centro-derecha, Acción Nacional. La mayoría quería el cambio. ¿Se los dio Fox? Muy a medias.
En 2006 el PRI perdió la siguiente elección libre, el resultado lo disputaron Andrés Manuel López Obrador, de la izquierda, y Felipe Calderón, de la derecha. Ganó Calderón por un mínimo de 0.5%. López Obrador no reconoció el resultado y se declaró «Presidente legítimo».
México se dividió. Calderón gobernaba un país acotado por las instituciones y acosado por las oposiciones. Éste era el escenario de México hasta hace apenas dos años. Hoy, la legítima disputa política ha sido empañada por un hecho sin precedentes en México. El reino del hampa. El imperio de la violencia criminal, no revolucionaria.
Yo no sé bien cuál será el futuro político de mi país. Sólo sé que mes con mes, semana con semana, día con día, hora con hora, el narcotráfico y el crimen asesinan, decapitan, ocupan ciudades, se adueñan de territorio y ponen en entredicho no sólo la vida política sino la vida misma de México. Los narcos se matan entre sí. Los criminales raptan y asesinan a civiles. El común grito nacional de «¡Basta!» no basta. Los criminales son policías. Los policías son criminales. El ejército se resiste a tareas policiales. La sociedad se siente indefensa. El gobierno se juega prestigio y autoridad.
¿Hay solución? No quiero aceptar que sólo un gobierno más criminal que los criminales sea lo que acabe con el crimen. Acaso la creación de una nueva fuerza armada dedicada sólo al combate del narco sea viable. Acaso México, soberanamente, tenga que encargarle a la policía alemana que descabece al crimen.
No. La solución no depende sólo de México. El tráfico de droga pasa de México al consumidor norteamericano por manos de los mini-narcos mexicanos. Pero una vez que entra a los Estados Unidos, el dinero de la droga es lavado por los bancos y para los macro-narcos norteamericanos. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman? Nadie lo sabe. Nobody knows.
El presidente Franklin Roosevelt acabó con Al Capone cuando levantó la prohibición al alcohol. Hubo borrachos. Pero ya no hubo gangsters. La droga no es lo mismo: su uso y abuso no depende de un solo país; es global. ¿Puede un grupo de seis, siete países, dar el ejemplo despenalizando el uso de la droga? Como con el alcohol, seguirá habiendo usuarios. Acaso desaparezcan los capos. Para ello, se necesita el concurso de Washington. El próximo gobierno norteamericano debe reconocer que el problema de la drogadicción lo crea la demanda norteamericana. Si esto no se admite, si esto no se ataca, en México corremos el riesgo de una quiebra institucional que destruya todo lo que, hasta ahora, hemos conseguido, con virtudes plausibles y errores corregibles.
Todo lo cual pone en entredicho el universo cultural mexicano.
Escrito originalmente para el diario Clarín de Buenos Aires.
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