EL BURRO
N. Sandoval-Vekarich
No hubo casa disponible ni posada que pudiera darles albergue. Era inconcebible el hormiguero humano por aquellos días, pensó que tal vez eso era normal en una ciudad que no conocía, acostumbrado como estaba a las pequeñas aldeas en donde solía ejecutar sus trabajos de carpintería, que no eran voluminosos pero si frecuentes en obras pequeñas y funcionales.
No era muy comunicativo, pero tampoco era empalagoso su silencio, quizá el artesano agradaba por esa rara cualidad entre tanta gente parlanchina y bulliciosa.
Levantó en muda oración las manos y los ojos hacia el cielo, pues no sabía implorar y aceptaba los designios divinos con el raro presentimiento de que el Altísimo tenía sus propios proyectos que no discutía con los hombres. De todas maneras buscó en su memoria la oración del consuelo y la esperanza que de niño, en el Templo, le habían enseñado sus preceptores, pero no podía pedir y la Ley lo obligaba a aceptar lo impredecible con la misma resignación y agradecimiento con que se ganaba el pan del diario vivir. Luego echó a andar hacia la fuente, sabiamente ubicada en el cruce de los caminos, lo cual evitaba que la aglomeración aumentara por esas calles estrechas e intransitables.
La algarabía era indiscutible y se respiraba un aire de fiesta en ese ir y venir sin ningún sentido, en esos gritos de los vendedores anunciando sus mercancías, las risas incontenibles de las mujeres y de los niños que se alegraban y batían palmas con cualquier cosa que les entusiasmara el espíritu.
Bebía el burro en el cuenco formado por las manos de la niña que pronto sería mujer. Tenía un rostro redondo y unos inmensos ojos negros que contrastaban con su piel blanca y fina. El animal compartía con el agua el mismo calor amoroso de la adolescente que le acariciaba el hocico y jugaba con sus crines. Estaba fresca el agua que brotaba a borbotones de la fuente abierta en esa roca que dividía en tres los caminos. Algunas mujeres, llenando sus odres, aprovechaban el encuentro para susurrar sus cuitas mirando de soslayo y tratando de avizorar la presencia de algún intruso que se interesara por sus secretos.
Se inclinaba hacia el ocaso la estrella de la tarde tiñendo de un color rojizo y azul el crepúsculo. Tenía el ocasional peregrino toda la zozobra de la noche apretada en las sandalias, ya gastadas y rotas por el duro trajín de la jornada. Las piedras del camino a la luz de la luna semejaban minúsculos pozos de agua, en ellas estaban también las estrellas del cielo a manera de luciérnagas que tenaces por delante buscaban inquietas para el animal la senda menos tortuosa.
Ajeno a las caprichosas sombras de la noche, taciturno el hombre halaba sin sentir ninguna resistencia el cabestro de lana trenzada, tal vez ni era necesario porque el pollino, dócil y sabio, mantenía el mismo ritmo, los pasos lentos, imperceptibles, consciente acaso de la dulce carga que traía a cuestas.
A pesar de las amenazas y peligros que afligían la vida cotidiana, eran pocos los caminantes que buscaban el refugio cálido de las hosterías, la mayoría quizá por la precaria necesidad de ahorrar cuanto fuere posible preferían el azar de la intemperie, un poco confiados en que los celadores del imperio velaran por la seguridad de los caminos y gentes. Pero tal vez, asimismo, dentro de la terca y sutil resistencia al despotismo que ejercían quienes se encontraban en territorio ajeno, los salteadores seleccionaban a sus víctimas que por lo general eran comerciantes, ricos y avaros, magistralmente disfrazados de penitentes y mendigos. A decir verdad, quienes menos tenían que perder y gozaban de la vida, hasta en los más pequeños disgustos y cosas pueriles, preferían el bullicio de las fondas, el vino barato y las abundantes viandas de carneros sazonados al fuego.
Mañana sería otro día, en el camino buscarán la compañía de las caravanas o de ancianos prudentes y sabios que con sus cuentos y fábulas hacen más corta la jornada y enriquecen el espíritu. Pero este hombre humilde e insignificante encontró la noche enredada en sus sandalias y perdió la senda, fue así como el asno al sentir la mano tibia y generosa de la mujer acariciando sus inmensas orejas siguió inmutable a través de la ruta que misteriosamente en las sombras le dibujaba de azul la imperceptible luz de la luna.
Tres siluetas imprevistas pasaron de largo montando sus camellos impávidos y silenciosos, una de esas sombras llevaba atada una linterna ciega en el extremo de una larga vara, como si se tratara de un vigía en la inmensidad del desierto pero brillaba como un astro en la noche.
Fue una visión fugaz, sin embargo, premonitoria. Sintió la mujer el fragor de un día de histéricos gritos de júbilo, pero también de llantos, de ramas arrancadas de las palmeras para barrer el polvo del camino. Palmas y flores silvestres en el suelo a semejanza de un tapiz de ofrendas de sumisión y amor por donde pasaría el asno sobre cuyo lomo viajaba como antaño, en el vientre, el Hijo de María.
La niña gimió de angustia y desolación. Sintió la mujer un dolor agudo en el vientre y recostó la cabeza en la testa del animal que, sorprendido, se paró de improviso. Rebuznó fuerte y de seguido una nota alta como si se tratara de una trompeta alargando un sonoro ritmo que a lo lejos consecuentes ladridos alternaban con el imprevisto canto de las aves nocturnas. Hubo tal vez un gallo que confuso se sumó al concierto. El burro se encaminó presto por el olor del humo de leña quemada que fluía por entre las sombras de una gruta perdida en el silencio de la noche. De pronto las notas de un caramillo le dieron la orientación. El pastorcillo tocaba su pequeño instrumento de cañas tirado de bruces sobre pajas y ramas secas amontonadas a la brava en torno de una hoguera cuyas lenguas de fuego pintaban de amarillo los muros de la caverna. Postrado en tierra un buey dormitaba. Tres ovejas triscaban la paja y las ramas del burdo lecho del pastorcillo. Empezaron a balar alborotadas y alegres cuando entró el burro, el generoso y dócil animal dobló con cuidadosa lentitud los cuartos traseros para depositar con dulzura a la niña que se quejaba tratando de mitigar con las manos las angustias de su vientre. Guardó entre sus ropas el pastorcito su caramillo y dedicó toda su atención a la inesperada pareja. Entonces el llanto de un niño iluminó la estancia que se llenó de mirra, el burro instintivo y paternal acercó el hocico para murmurar un quedo rebuzno muy cerca de las frágiles orejas del diminuto ser que al poco rato dormía plácido en el regazo de la mujer en cuyo rostro se reflejaba la beatitud del universo. El hombre entretanto bendijo la paciencia y sumisión del burro, el instinto sabio de que el tiempo, el amor y la distancia suelen ir parejos con el ritmo del corazón.
Belgrado, marzo 24 de 2004
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