Un desafío importante que hoy tenemos planteado todos los que queremos difundir un sentido trascendente de la vida es cómo dar respuesta satisfactoria a tantos que nos formulan la cuestión de que no ven, no sienten la necesidad de Dios en sus vidas. Frecuentemente consideran que la actitud creyente es más propia de épocas pasadas que de la actual, más avanzada, más desarrollada, menos ligada a creencias y tradiciones. No son conscientes de que si Jesucristo, Hijo de Dios, es Camino, Verdad y Vida, lo es para todos los hombres de todas las épocas.
De los que adoptan actitudes negativas respecto a Dios en nuestro país, el grupo más numeroso es el de los indiferentes. Dentro de ellos están los llamados creyentes no practicantes, o quienes creen en Dios y no le creen a Jesús, cuyas creencias suelen ser poco definidas y poco operativas: una vaga creencia en la existencia de Dios pero que no compromete mucho, más bien casi nada.
Muchos son jóvenes -también adultos, situados profesionalmente, casados y con hijos- que con frecuencia han recibido una formación religiosa “normal” en sus casas y en el colegio, pero que a partir de la adolescencia han ido dejando la asistencia a la misa dominical y se han alejado de los sacramentos. No rezan, y salvo en alguna ocasión aislada o acontecimiento familiar de más relieve no se acuerdan de Dios. No se plantean el más allá, no se detienen a pensarlo, mantienen una creencia difusa en la vida eterna. El cielo y el infierno no saben si existirán y, en todo caso, los ven como algo muy lejano que no les influye en su comportamiento diario. La religión la consideran como un conjunto de prácticas piadosas, que no entienden demasiado, y sin importancia para la vida diaria. A quienes asisten a Misa llaman “lambeladrillos” y dicen confesarse directamente con Dios, sin intermediarios.
Ordinariamente la indiferencia religiosa no es fruto de una madura reflexión sobre la conveniencia o inconveniencia de la fe, sino más bien la consecuencia de un abandono progresivo, en el que al comienzo se es consciente de estar perdiendo algo que hasta entonces se consideraba importante, pero que cada vez se valora menos a fuerza de no vivirlo. No ha habido una “ganancia”, sino una “gran pérdida”.
Hay que ayudarles a superar su superficialidad para que se planteen grandes temas vitales como: el sentido de la vida, el dolor, la muerte, el más allá… Viven al día. Sus intereses son prioritariamente económicos. Se preocupan casi exclusivamente del “tener” y poco o casi nada del “ser”: tener dinero, tener salud, tener comodidades. Para desear saber acerca de las cuestiones fundamentales, y no de las meramente pragmáticas o útiles, se requiere una cierta madurez que algunos, desgraciadamente, parece que no acaban de alcanzar.
Para que se planteen y sientan la necesidad de Dios habrá que conseguir que sientan la necesidad de llenar sus vidas de valores humanos importantes: ilusión profesional seria, dar al trabajo un sentido de servicio, preocupación por los demás, solidaridad con las necesidades ajenas, formación de un hogar estable…
Habrá que ayudarles a superar también la comodidad. Tal vez ven la necesidad de Dios, pero la pereza y el bienestar les tienen como paralizados. Leemos en el libro de los Proverbios: “La mano perezosa produce la mendicidad”, mientras que “la mano activa acumula riquezas”. En otro lugar este mismo libro lleno de sabiduría aconseja: “Anda, ¡oh perezoso!, ve a la hormiga y considera su obrar, y aprende a ser sabio. Si fueras diligente, tus cosechas serán como un manantial, y huirá lejos de ti la miseria”. Y tanto la pobreza como la riqueza que es consecuencia de la diligencia se aplica no sólo a los bienes materiales, sino también a los del espíritu. Para “sentir” a Dios, para salir de la “pobreza” espiritual, como para aspirar a otros.
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