Objeto tridimensional, supuestamente concebido con la mayor sencillez, para decir, sin ninguna truculencia oscura, lo que ya es detestable lugar común en nuestra realidad nacional: el peligro, la sombra, la amenaza, la inestabilidad, el conflicto interminable, el secuestro, el engaño fratricida, los muertos y el desangre colectivo, el fraude, doblez y fracaso de los políticos, el desencanto y la falta de credibilidad en los armisticios y convenciones de la paz… Miles de voces se levantan inútiles y los peligros acechan contra ellas. Sombras, sangre, miedo y cansancio llenan los campos, pueblos y ciudades; hay fuerzas que anegan la esperanza entre “surcos de dolores”, la inocencia ya no existe y el bien no germina ya.
Esta pequeña caja, “Urna funeraria” o “Réquiem en amarillo azul y rojo” no ofrece ninguna resistencia a la mirada espectadora; es más bien acogedora, inofensiva y serena; las balas ni siquiera asustan; están dispuestas en orden riguroso, brillan como gemas decorativas; no hay nada que hiera la mirada; al contrario, su estructura semiológica casi minimalista y su poética sencilla pueden contrariar la rechinante y desordenada realidad que propone evocar. ¿Los fuegos cruzados, cruentos, han sido sepultados allí con una simbólica de cierta esperanza? La estridencia de la guerra, el dolor, la desgracia, las bombas, los estragos y atentados, yacen allí en silencio; parecen decirnos: enterramos la guerra o la guerra acabará por enterrarnos a nosotros. ¿Objeto significativo? ¿Encierra una dinámica silenciosa, una poética contra la fealdad desmesurada en que vivimos? Esa es la intención; pero el juicio del espectador es quien debe arriesgar las valoraciones.
Creo que un objeto significativo debe albergar razones para contemplarlo; debe alzar la experiencia hasta una connotación sensitiva, sentimental, intelectual o estética; y si se trata de arte, éste debe estar ahí como paradigma, se debe leer entre voces mudas, quietas, o entre signos bien abiertos, dinámicos y dicientes. En esta caja no es necesario adivinar ni leer “entre líneas”; he pretendido más bien una metáfora directa, y en ello se corre el riesgo de minimizar parábolas, de hacer una simpleza sin segundos fondos. Sencilla y llanamente, las abstrusidades del arte, ¿se debilitan con la sencillez? ¿El arte debe ser siempre un meollo, una ardua exigencia de sugerencias? ¿Hay aquí, en esta obra, insinuaciones significativas? ¿Por qué un objeto tal merece o desmerece la aceptación en un salón, cuáles criterios son rigor, qué gusto o desagrado imponen la norma, qué jurado es apto para decidir con imparcialidad, con desprejuicio, con total libertad de la mirada?
Los lenguajes contemporáneos están agotados; desde comienzos del siglo XX, con el dadaísmo sobre todo, ya no dicen nada nuevo, aunque los artistas vanguardistas del presente presumen de iniciadores de una nueva época, que no es sino el reciclaje de todo lo acontecido antes. En el caso de mi caja funeraria, la originalidad está por definir y no es esa mi pretensión; tan sólo elaborar una cosa que se haga existente por sí misma, después de conciliar la ambivalencia de los contrarios: la guerra y la paz duermen juntas y en silencio en esta urna funeraria; están allí como símbolos para contemplación y reflexión, de tal forma que el desencanto de la realidad puede convertirse aquí en conciencia lúdica, en serena expectación estética… Probablemente exprimo fuerzas para creer en una última esperanza, porque la esperanza es lo último que se recobra.
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