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“La alegría tiene el deber de tomarse la palabra”, me anota Carlos Vicente Tapia en el autógrafo de su libro de poemas Prosaico y versaico, publicado el año pasado, como recopilación de poemas entre 1998 y 2004. Con esto y el título ya se adivinan propósitos sin enmienda; y más, aún, cuando da constancia de sus “deliciosas” fuentes, “en los queridos Maestros” Francois Rabelais, Oliverio Girondo y Nicanor Parra, de los cuales yo sólo he leído al genial Rabelais, en su mundo lleno de pantagruelismo.
Es decir, desde un comienzo y la primera lectura que hago, sin pretensión de pasar a mayores significaciones, puedo decir que el nervio de la risa amenaza en cualquier página, propósito que no es fácil sin caer en lo vulgar; pero la escritura de Carlos Vicente Tapia, muy seria en su liberalidad, es una reflexión espontánea a la vera de imposiciones y normas estrechas y rígidas, porque, “para el mismo autor, representa un ejercicio de liberación de palabras y fantasmas internos”, expedito para decirnos, en palabras de poema y pantalla de portal internético, además, cualquier ocurrencia que concibe su imaginación, no ajena al mundo práctico, cotidiano y corriente del devenir humano.
Cualquier evento puede ser prosaico pero convertido en “versaico”, toda vez que el ingenio del versificador lo logre, como lo hace Carlos Vicente. “Versístico”, corrige él mismo, si nos atenemos al término correcto. Alguna situación erótica, algún “ejercicio intercalado de amor”, incluso la “nostalgia”, aquí se convierten en espacios para erradicar definitivamente la ceremoniosa “seriedad” que nos compromete con la tristeza.
Puede haber idilio virtual entre el escritor y la computadora: Ni la más avanzada tecnología puede encubrir tu espacio / escote sideral / senos galácticos. / Ni mis eróticas intenciones de entrar en tu disco duro / para programarte un amoroso placer / como nunca se ha sentido / en el trayecto eléctricamente emocionado / del cable que te conecta a mi energía.
Hasta el “horror” es pálpito de mofa: (…) / y Drácula entra… / y se orina / sobre la tenebrosa página de cera / y el escritor que el castillo habita / del puro susto se vomita / sobre la espectral presencia / que espantada se esconde a prisa / mientras se ilumina la cinematográfica escena / y el ¡corte! del director / devuelve el castillo a la foto / y al escritor al guión / para volver a filmar / sin asombro / el rito horroroso / de un vampiro que mea.
Hay allí “poesías ebrias de electricidad”, trastornos del lenguaje: tu vello bello púdico que impúdico publica mis emociones…y, en fin, todo un mundo para derogar incluso el pudor: En el infinito / cabría / mi sol de orgullo / gimiendo entre tus tetas.
Sin embargo, como en todo ámbito del ser, no falta alguna queja triste: Ahora vendrás sola a mí / y no / encontrarás sino la nada, (…), lo que nos hace confirmar que lo humorístico no subsiste sin algún reclamo de la nostalgia, que de algún rincón procede con su duda gris; tal vez, en este caso, del silencio que acontece cuando se conecta la realidad con su mundo de recuerdos y la gravedad de la existencia. Y entonces el libro deja de ser virtual en la pantalla o real en las manos del lector, para escudriñar el espacio oscuro del alma, de donde procede, paradójicamente, con todo su verbo montaraz, eficaz contra las caras largas y los sellos patéticos del día.
Carlos Vicente Tapia Mosquera, poeta payanés a pesar de haber nacido en México (1967), es Licenciado en Literatura y Lengua Española por la Universidad del Cauca, entre otras cosas. Me cabe la pregunta, esa sí prosaica, de si su nervio jocoso le viene de su pariente antecesor Alberto Mosquera, el de los Disparatorios.
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