Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
leoquevedom@hotmail.com
Salir de la ciudad es necesario para la salud del cuerpo y disfrute del espíritu. El humo, las basuras, el ruido y el teléfono, más los chismes de la gente, saturan el oído, el ojo y los humores del ciudadano que habita las metrópolis. Hay que buscar descongestionar el ánimo y dar descanso a los sentidos. Sólo la paz del campo, el solaz del agua de los ríos que pasan al lado de las algas y besan a los sauces, el balido de las ovejas y el croar de sapos y ranas en el valle verde, suministran el oxígeno a los pulmones y a la sangre para que renueven el organismo entero.
Todavía, por fortuna, quedan pajarillos, garzas blancas y patos negros al alcance de la mano. El equilibrio ciudad y campo, urbanización y selva virgen aún no se ha roto del todo. Todavía hay árboles en nuestras veredas que nos saluden con sus ramas, aún hay pastales en potreros y vacas con terneros, y peces en los ríos, y guatines en los sotomontes. Aún vemos comadrejas que corren a nuestro paso en la carretera, libélulas de alas largas, tominejos en las flores, y bandadas de pájaros ignotos visitan nuestros cielos. Qué regalo tan hermoso nos brinda la Naturaleza todavía. ¿Hasta cuándo nos durará semejante privilegio?
Salí este fin de semana a sólo dos horas de Cali, de descanso, hasta el veraneadero de Darién-Calima. La Caja de Compensación Comfandi tiene allí un centro de recreación, familiar y bien cuidado. Hay cabañas, hotel y un lujo de remanso llamado “Los Veleros”. Está situado a la orilla del Lago Calima, hoy relleno hasta su tope. Sus aguas rizadas son inmensamente verdes, tranquilas como las ondas de un sueño de niño. Está rodeado de suaves promontorios con árboles y arbustos, más un delta de selva virgen que semeja un bosque de pubis que deposita sus esencias para formar el Lago. De madrugada la bruma baja cubierta con manta blanca y, poco a poco, unas nubes coquetas se posan sobre las aguas para ver a los bañistas y a los veleros que hacen piruetas sobre la superficie líquida. El sol se hace presente para acompañar en la piscina a los que chapucean entre el agua.
Me quedé mirando desde la ventana de la barda de mi alcoba las tiernas escaramuzas de un petirrojo joven. Vino como llegan los actores a escena, por detrás de bambalinas. Se paró entre las hojas de una palmera niña. Buscó la parte más alta y allí se meció en el columpio verde que le brindó su copa. Cuando se cansó y su frente ya sudaba, alzó sus alas, sacudió las gotitas de sus axilas y voló hasta la punta del farol que alumbra las noches del jardín con flores rojas. Miró si en las alcobas estaban los huéspedes listos para el espectáculo. Puso sus dos patitas juntas, alzó su corona roja, abrió sus alas negras y dejó ver su pecho enrojecido. Giró en redondo, alzó su cola negra, volteó la cara con su pico abierto y entonó una corta y rítmica canción. Su sonido llenó la rotonda frente al Lago y los montes aplaudieron la sonata. El petirrojo bajó su carmesí cabeza, agradeció a su público, dio vuelta a su cuerpo, cerró las alas y emprendió feliz el vuelo a buscar el canto de su consorte en el territorio que es tan vasto como el alma de su amada.
Mañana volverá con nuevo trino y con su vestido rojo a satisfacer el descanso de los visitantes a este lugar de gozo. Usted está invitado a estar en primera fila al recital de gala que brinda el petirrojo todos los días, por el único costo de que la civilización se acuerde que los pájaros y el aire puro con su música, son pequeños regalos que no se compran con dinero.
26-10-08 – 10:02 a.m.
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