
Las estatuas mueren también
Los monumentos vandalizados nos recuerdan la relación de fuerzas sociales que permitieron su emplazamiento, así como aquellas voces que fueron silenciadas para que su existencia se perpetuara.
Estoy seguro que las imágenes de Sebastián de Belalcázar cayendo de aquel pedestal, que fuera lugar sagrado de aquellos que a sangre y fuego conquistó, se convertirán en símbolos poderosos en los años porvenir. La figura maltrecha del conquistador por el piso, descuartizada en piedra, despojada de ese falso vinilo de hidalguía, seguramente entrará a ser parte de ese particular álbum de metáforas que componen nuestra etnicidad colombiana.
El conquistador ha muerto de nuevo. En vida fue hallado culpable de ejecutar a uno de sus colegas conquistadores. Hoy en día, no deja de sonar paradójico recordar que “Don Sebastián” fue acusado y hallado culpable por la misma corona española de malos tratos contra los indígenas, así como de asesinato en medio de una disputa territorial en el Cauca…. El significado del personaje Belalcázar debió haber caído definitivamente como producto de las luchas por la independencia que dieron paso a la nueva república colombiana.
Sin embargo, permaneció -junto a muchas otras efigies de la conquista y la colonia- en tanto testigos silenciosos de ese pacto tácito entre el linaje de dominación, la racionalidad europea y los criollos emancipadores. En pleno siglo XXI y, por segunda vez, los Misak lo volvieron a encontrar culpable de sus crímenes. El juicio, al igual que el de la corona española realizado “in absentia”, lo condenó a seguir siendo recordado, pero no como prócer, sino como “[…] genocida de los pueblos que hacían parte de la confederación del valle de Pubenza”.
Al tiempo que escribo estas líneas me encuentro con la noticia de que hoy, en el Norte del Cauca, mataron 6 pelados “renacientes” de comunidades negras… “Ellos estaban en la gallera de la vereda Munchique, corregimiento de Honduras, cuando varios sujetos, en una camioneta, llegaron a dicho lugar y luego lanzaron una granada. Tras la explosión, empezaron a disparar contra las personas que resultaron heridas”, denunciaron testigos de la masacre.
Minutos más tarde, se registra un asesinato, seguramente de un campesino, en Argelia, sur del Cauca: “[…] se presentó un hecho violento en el corregimiento de El Mango, donde hombres fuertemente armados acabaron con la vida de un hombre y al parecer se llevaron a otra persona. Noticia en desarrollo…”
El plan de escritura se desbarajusta, pero tristemente todo tiene sentido también.
¿Cómo entender lo que simbólicamente nos pasa?
Más allá de la desigualdad y las asimetrías manifiestas de nuestro país, adolecemos de un relato común. La esperanza que abrió el proceso de paz se nos esfumó entre los dedos en menos de tres años… Hoy solo quedan los despojos de la desesperanza y del sálvese quien pueda. La frustración busca desesperadamente un cauce de salida, y la violencia es lo único que se lo está proporcionando. ¿Cómo recomponer lo andado y refundar una historia común? ¿Cómo explicar ese vínculo que secretamente une el derribo de un monumento crepuscular con la muerte que hoy campea, todopoderosa?
Planteo -a modo de hipótesis- que el malestar de nuestra cultura podría interpretarse utilizando tres dimensiones analíticas:
- los efectos globales del movimiento Black Lives Matter en torno a nuevas formas de “historicidad”, en la medida que los regímenes de memoria actuales siguen pasando cuenta de factura a poblaciones específicas;
- las tensiones históricas no resueltas de carácter intercultural que se superponen al nuevo ciclo de violencia posterior al acuerdo de la Habana, y que se ha sentido con mayor virulencia entre las poblaciones rurales del sur occidente colombiano;
- el significado material de los monumentos, su ciclo de vida social, así como su significado práctico para las colectividades interpeladas.
En este texto intentaré echar un vistazo a las anteriores tres grillas de lectura. Antes de comenzar, vale la pena advertir que, como casi todos los fenómenos sociales, las dimensiones analíticas, son idealizaciones tipológicas, como nos lo recuerda la sociología de Max Weber: los “tipos ideales” pueden diseccionarse para apreciarlos mejor, pero, en la práctica, existen disueltos en la cotidianidad, imposibles de separar.
¿Todas las vidas importan, pero son todas iguales?
El movimiento Black Lives Matter ha vuelto a colocar sobre el debate el mantenimiento de una pigmentocracia represiva en EE.UU. bajo la cual la vida de los jóvenes marginados, perseguidos por su color de piel, vale menos que la tranquilidad de los suburbios blancos. Son pasos de animal gigante, que nos recuerdan que el pacto humanista de la segunda postguerra nunca se cumplió para todos, y que viene de mal en peor en tiempos del neoliberalismo reaccionario.
La persecución y muerte de los afroamericanos a manos de la misma policía guarda sus correlatos de impotencia ante la brutalidad policial y del resto de actores armados que se ensañan con la juventud de nuestro país. Jóvenes matándose entre sí. Peor aún, jóvenes asesinados por el “fuego amigo” que debería protegerlos. Una sistematicidad que no puede seguir siendo eufemizada bajo la teoría de “las manzanas podridas” o la competencia entre carteles del narcotráfico.
Basta revisar cualquier plataforma informativa global para encontrar todos los días la misma dicotomía: persecución, muerte y degradación de sectores enteros de los Estados nación. Al mismo tiempo, los escándalos de corrupción y los crímenes de las élites son presentados como dramas personales bajo un orwelliano efecto de “doble pensar”. En ambas orillas, la misma crisis de la justicia, pronta a proferir sentencias y a construir el enemigo externo, la racialización xenofóbica y la polarización interna.
Las luchas por historicidades antagónicas
El historiador israelí Yuval Noah Harari nos ha recordado que el género humano ha logrado ser la especie dominante, no porque seamos más fuertes, resistentes o inteligentes que el resto de nuestros hermanos planetarios. Sencillamente nuestros logros evolutivos han tenido lugar gracias a que somos capaces de generar historias compartidas.
Necesitamos al mito, concluiría el etnólogo Claude Lévi-Strauss. Es por eso que podemos relacionar cada momento de crisis o de esperanza colectiva con una historia común, mentira o verdad, que la recrea, le da fuerza y mantiene el contrato social.
Intuimos que el covid profundizará la brecha de desigualdad, que de por sí ya era dramática. En nuestro país, los liderazgos políticos se han mostrado incompetentes para ponerse de acuerdo en un mínimo común social. El resultado es una lamentable polarización endémica. Es por eso que gobierno, partidos políticos, gremios y movimientos sociales, le invierten tanto tiempo y esfuerzo al estado de opinión pública.
En un estado de cosas como este, las luchas por la verdad se dan trinchera a trinchera. El confinamiento, el fracking, la Justicia Transicional, la Comisión de la Verdad, la reforma tributaria, el juicio de Uribe Vélez, el twitter de Petro… No se trata solamente de los fakes y la postverdad que deambulan impunes por los torrentes informativos. Más bien, estamos levantando una verdadera torre de babel que nos hace inteligibles los unos a los otros. Una anomia social parece recorrer nuestro cuerpo social. Nos sentimos más cerca de la distopía que de la utopía.
“Esto es de nosotros y de ustedes también”
En este contexto, cada acontecimiento, hecho o versión es probable que se interprete como subversión. Cada significante se interpreta desde paradigmas conceptuales opuestos: lo que para unos es persecución para otros es justicia.
Como hemos visto, con el caso de la estatua de Sebastián de Belalcázar, ni siquiera lo inanimado está fuera de ese campo de disputa. Pero no es un fenómeno ni exclusivo ni nuevo. El mismo movimiento de Black Lives Matter ha producido toda una oleada de acción-directa, crítica con la memoria fosilizada en la cultura material. Los monumentos vandalizados nos recuerdan la relación de fuerzas sociales que permitieron su emplazamiento, así como aquellas voces que fueron silenciadas para que su existencia se perpetuara. Estas estatuas-zombis, rotas, pintadas y descuartizadas son el blanco de esas memorias de los oprimidos de las cuales nos advertía Walter Benjamin.
Justo en medio de la descolonización africana, por allá en los años 50 del siglo pasado, Chris Marker y Alain Resnais nos recordaban a través de una de las joyas del documental subjetivo, “Les statues meurent aussi”, la mortalidad de la cultura material: «Cuando los hombres están muertos, entran en la historia. Cuando las estatuas están muertas, entran en el arte. Esta botánica de la muerte es lo que nosotros llamamos la cultura.”
Para el caso que nos ocupa podríamos decir que los fragmentos de la estatua quebrada de Sebastián de Belalcázar están prestos para ser retirados definitivamente de la historia y, de paso, de su emplazamiento de opresión. Quizás su significado también esté listo para entrar en el circuito del arte o de su reproductibilidad mercantil. Podrían reproducirse miniaturas del villano como souvenirs de la próxima Semana Santa en Popayán, por ejemplo…. Lo que sí sería una locura es volver a colocar la efigie de la opresión, no solo indígena sino nacional, en la medida que la república se fundó precisamente contra el dominio español. No creo que ni el más conservador de los caucanos esté en contra de ese relato nacional.
Pero entonces, ¿qué colocar en su lugar? ¿La estatua del cacique Payán? Vale la pena recordar que en 1959, cuando Julio César Cubillos excavó el morro de Tulcán y llegó a la conclusión que se trataba de una pirámide prehispánica de indeterminada temporalidad, al mismo tiempo, encontró cerámica colonial entre sus restos, lo que permite dimensionar también la compleja imbricación de resistencias indígenas y sumisiones coloniales. ¿En serio nos parece más progresista quitar una estatua de un hombre de poder para colocar otra figura masculina de poder?
¿Estaremos atados a que estos símbolos de muerte, desigualdad y discriminación revivan una y otra vez? O, ¿estos símbolos terminarán por obliterarse en nuestra memoria para dar paso a que replanteemos los términos de ese diálogo entre el pasado y el presente?
Más bien, ¿por qué no pensar términos de un futuro común?: “Esto es de nosotros y de ustedes también”. La anterior es una grandilocuente frase-monumento utilizada por los actuales herederos de la Confederación Pubenense. Los Misak, la gente del agua, del conocimiento y de los sueños, han utilizado esa poderosa frase para invocar la solidaridad e intentar construir un puente transcultural entre su pueblo y el conjunto de la sociedad.
“Somos lo que elegimos recordar”, asegura Ted Chiang, un contemporáneo escritor de ciencia ficción. Podemos elegir qué queremos conmemorar: eso nos definirá hoy, a la par que delineará también el derrotero para aquellos que nos sucederán. Quizás debería ir por ahí la búsqueda de un futuro común (étnico, «diaspórico» y mestizo); trifásico, como lo propondría algún día Fals Borda.
Elijamos emplazar algo que nos recuerde que: “Esto es de nosotros y de ustedes también”.
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- Carlos Duarte:
- Investigación Aplicada en Desarrollo Rural y Ordenamiento Territorial del Instituto de Estudios Interculturales – Universidad Javeriana de Cali.
- Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en sociedades latinoamericanas de la Sorbona París III. Doctor en Sociología del Instituto de Altos Estudios en Sociedades Latinoamericanas IHEAL-Paris III. Hace parte del Consejo Asesor del Sistema Estadístico Nacional — CASEN, en la Sala especializada de Salud, Bienestar social y Demografía.
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Un comentario en "Las estatuas mueren también"
Comentarios Cerrados.
Toda ofensa a España, es una ofensa a una de las sangres que componen la nacionalidad colombiana, es escupir para arriba, es fomentar el autodesprecio, que es la manera más imbécil de colocarse de segundón, para que los pueblos que se sienten de primera, sigan dirigiendo el mundo. Tenemos todo, aquí está el Ser Universal: Negro, Amarillo, y Blanco, sólo que hay un problema de identidad distorcionada; Indio por Amarillo, Latinoamericano por hispanoamericano, Afro por Negro. Solamente cuando nos sintamos orgullosos de lo que somos, podremos ocupar el lugar que nos corresponde en el concierto de las naciones. Con acomplejados solo se produce mediocridad.