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Por Gonzalo Buenahora Durán
– ¿Vos crees en brujas?- me preguntó con una sonrisa mal disimulada. La barba descuidada de días, los dedos amarillos de nicotina.
– Para nada – contesté.
– Pues –dijo- escucha con cuidado lo que te voy a contar.
Me arrellané en el puesto y me dispuse a escucharlo un rato. Con su voz dura y a la vez melodiosa, comenzó su extraño relato.
– Eran tiempos azarosos, aquellos, los primeros años de la nación norteamericana. Se había ganado la Independencia, pero la república tambaleaba. No solamente los ingleses apretaban para recuperar lo perdido, sino que los indios no se dejaban quitar las mejores tierras, Ohio, Indiana, Missouri… y esos indios, los indios de los bosques orientales eran muy fuertes y, totalmente quemados por el sol, montados en el viento, podían atrapar un búfalo con sus dos manos. Unos hablaban lenguas algonquinas, como los delawares, los shawnees, los mohicanos, los shinnecocks y los potawatomis. Otros lenguas siux, como los iowas y los winnebagos. Pero todos tenían vocablos y nombres sonoros: Illinois, mohawks, wyandots…
Se detuvo un tanto, tomó un sorbo de café, aspiró el tabaco con fruición y se dispuso a proseguir. Yo para entonces me había olvidado de que al otro día tenía que ir a trabajar.
– ¿Comprendes, querido amigo, que aquí no todo es gringo?-preguntó mirándome al centro de los ojos. Yo asentí y él siguió con el cuento, acariciando el tabaco entre sus dedos.
– Pues en 1809 fue elegido presidente de este país, el cuarto presidente si mal no recuerdo, James Madison. Habrás oído hablar de él, un centralista (republicano) que había ganado la candidatura en contra del federalista (demócrata) Charles Pinckney. Y así fue. El Congreso declaró la guerra a Gran Bretaña en 1812. Napoleón se hallaba en Rusia pensando, ante la catástrofe, cómo iba a abandonar a sus soldados. ¿Por qué no podían los Estados Unidos declarar la guerra a su anterior amo, e intentar de paso exterminar a los indios?
El hombre parecía que le estuviera hablando al gran público y si no fuera por el abandono y el desaliño, reemplazaba a cualquier parlamentario. Hice un ademán para confesar mi ignorancia, y él continuó.
– Tecumseh. Así se llamaba el jefe de la tribu shawnee. Dicen que era un hombre esplendoroso. Si la memoria no me falla, Tecumseh nació en 1768 en Old Piqua (Ohio) y era hijo de un jefe tribal que murió combatiendo a los colonizadores blancos. Ya está, me acordé: Tecumseh murió en la batalla de Point Pleasant en 1774. El hecho es que Tecumseh tenía un hermano de nombre Tenskwatawa, que era un visionario a quien llamaban El Profeta porque tenía fama de predecir el futuro. El hecho es que los dos hermanos se la llevaban de aquí para allá pronunciado discursos contra la adopción de las costumbres de los blancos, sobre todo contra del uso del tabaco y el alcohol. Porque no contando con la tendencia natural y la ausencia de moralina cristiana, los indios derrotados se la pasaban borrachos y fumando. ¿Ves?
Detuvo la narración mientras yo encendía un cigarrillo, bebió otro sorbo grande de café amargo, y prosiguió.
– ¿Me sigues? –inquirió.
Yo asentí con ademán complacido.
– En 1808 –dijo- los dos hermanos shawnee, Tecumseh y Tenskwatawa, fueron expulsados de Ohio y entonces se trasladaron a Indiana, más al oeste, donde trataron de formar una gran alianza de tribus con la ayuda de los británicos que todavía se hallaban en poder de una parte del territorio del Canadá. Pero los planes de los dos indígenas se frustraron cuando Tenskwatawa fue derrotado en 1811 por fuerzas estadounidenses a las órdenes del capitán, o general, ya no recuerdo, William Harrison. Pero sí recuerdo dónde sucedió. El Profeta fue vencido en la batalla de Tippecanoe. Harrison, que en realidad era gobernador territorial comisionado por el presidente Madison a la región de los grandes lagos, se dedicó a negociar con las tribus indígenas la cesión a la Unión americana de millones de hectáreas de terreno. Como los shawnee se resistían a ceder sus territorios ancestrales, Harrison se había encargado personalmente de dirigir las operaciones y las tropas. Y fue en Tippicanoe donde Tenskwatawa, impulsado por una fuerza misteriosa, lanzó su maldición.
-¿Maldición? –pregunté extrañado.
-Si. Maldición, imprecación, condenación, anatema. ¡Coño! Como le quieras llamar.
Hicimos una pausa para ir al servicio y comprar tabaco y cerveza. Al cabo volvimos, cada uno con un vaso espumeante en la mano. Me arrellané en el sillón, y volví a olvidarme de que tenía que ir a trabajar.
– Pues te decía, mi estimado pan de trigo, que Tenskwatawa, ese Nostradamus natural, sin más ni más, predijo la muerte de Harrison en el cargo de presidente de los Estados Unidos de América. ¿Te imaginas? Y efectivamente, en 1840, Harrison ganó las elecciones y se convirtió en el noveno presidente de esta nación.
Tomamos un sorbo de cerveza y procedimos a liarnos gordos cigarros de tabaco de Virginia. De pronto, mi concurrente crispó los puños y exclamó con emoción:
– ¡El Iluminado no sólo vaticinó la muerte de Harrison en el cargo, sino que predijo que a partir de ese año, 1840, todo presidente que fuese elegido cada 20 años moriría en funciones! Bueno –concluyó levantando los hombros y exhibiendo una amplia mueca de sarcasmo- no se conoce qué pasó con Tenskwatawa, pero Tecumseh, hombre consecuente, se fue a luchar junto a los británicos en contra de los norteamericanos. Los británicos lograron engañarlo. De manera lógica, mí querido amigo y en eso Dios es supremamente conservador, Tecumseh murió el 5 de octubre de 1813 en la batalla de Thames, cerca de Thamesville en Ontario. Como ves, una pérdida fatal.
Iba a hacer yo una interpelación, pero no me lo permitió. Con voz disonante prosiguió:
– Cuando William Henry Harrison fue elegido en 1840, los republicanos se llamaban a si mismos los whigs. Claro, al más fino estilo de Inglaterra los contrincantes se llamaban tories. Pero se sabe que la campaña fue aterradora. Mutuos y feroces desprecios llenaron el ambiente, hermano. A pesar de la demagogia y las mentiras, que el pueblo no sé qué, que el pueblo sí sé cuando, Harrison finalmente ocupó la presidencia. Y lo mejor es que Tenskwatawa, el shawnee, no se había equivocado: el 4 de abril de 1841 Harrison, óyeme bien, un mes después de haber jurado cumplir las leyes, murió en ejercicio de su cargo. Bastaría agregar que, tal vez por la ley de la compensación en la que tanto creen los deslucidos y los oprimidos, un nieto de Harrison, Benjamín, ocupó la presidencia de EEUU de 1889 a 1893.
No quise hacer ningún comentario, y dejé que la cerveza me corriera por el gaznate. Él prosiguió, chupando su tabaco y pronunciando las palabras con brío.
– Hagamos cuentas. Abraham Lincoln fue el decimosexto presidente. ¿Cierto? Escucha. Condujo a la Unión a la victoria en la Guerra Civil y abolió la esclavitud. Nada menos que la esclavitud. ¡No joda! Al que quiera más que le piquen caña, como dicen. El hecho es que si ese desconocido leñador no gana las elecciones en 1860, 19 años después de la misteriosa muerte de Harrison, no hubiera habido ni guerra civil, ni abolición, ni progreso. Porque los rivales de Lincoln eran hombres terribles. Tradicionalistas, cerrados, avarientos. Se trataba de los demócratas (como comprenderás, ya se habían dejado las denominaciones medievales) –me dijo aparte, como en secreto- Douglas y Breckinridge, Douglas y Breckinridge repito, y un tal John Bell del Partido Constitucional que se había creado ese año y desapareció tras aquellos comicios. Eran hombres espantosos, te digo. Pero Lincoln ganó por amplísima mayoría. El hombre hizo lo suyo, y al poco tiempo hubo de ganar una de las confrontaciones bélicas más sangrientas de la historia humana. Una batalla, brother, la de Bull Run la repitieron. No quedaron satisfechos con los muertos de la primera vez, se reunieron en el mismo lugar y ¡tan!, doblaron las bajas. Elegante, ¿no? Pocas semanas después de haber sido reelegido en 1864 para un nuevo período presidencial, Lincoln anunció públicamente su apoyo al derecho limitado de sufragio para la población negra de Luisiana. Ante tal posibilidad, un actor llamado John Wilkes Booth, decidido partidario de la causa confederada y la esclavitud, solidario con los azotes a los negros y el uso indiscriminado de las negras, disparó a Lincoln, hermano, cuando éste se encontraba en un palco del Teatro Ford, en la ciudad de Washington junto con su esposa y algunos amigos. Triste, triste, triste. Si la memoria no me falla, era el 14 de abril de 1865. El presidente, ese berraco, acompañado por un médico que no sabía qué hacer con un balazo en la cabeza –como si se lo hubieran dado a él-, murió al día siguiente y fue inmediatamente sucedido por su vicepresidente Stanton. Lincoln, como lo comprenderás, estaba en ejercicio del cargo. No sobra decir que fueron muchos los que ascendieron al cadalso por ese magnicidio. Si mal no recuerdo, todos fueron ahorcados. Por uno que escapó, colgaron a la madre. ¿Te imaginas, parcero? ¿Morir uno ahorcado?
El hombre hizo una mueca de asco y se tomó del cuello con fuerza. Después escupió al suelo. Yo propuse que fuéramos a dormir y así lo decidimos. Sentía un ligero dolor de cabeza y evidentemente mi amigo estaba cansado de hablar. Bueno, no hacía sino eso. Hablar y fumar. Hablar y fumar. Hablar y fumar. Y cuando había trago, beber. A la mañana siguiente, después de un descanso reparador, nos volvimos a encontrar en el comedor, y al son de unos huevos con cebolla y finas hierbas, agua de panela con queso y pandebono, me fue deshilvanando la historia que había comenzado la tarde anterior.
– Hoy tenemos al gran James Abraham Garfield que fue el vigésimo presidente de los Estados Unidos –rugió con furor-. Garfield era un tipo de carácter. Recuerdo que las diferencias entre las distintas facciones del partido Republicano caracterizaron esa campaña electoral de 1880. Cuarenta años después de Harrison. ¡Píllela compadre! Con la colaboración en última instancia de las distintas corrientes en las que estaba dividido su partido y con el neoyorquino Chester Arthur como vicepresidente, Garfield resultó elegido por un escaso margen de 10.000 votos. Todo el mundo lo aceptó. Hoy en México se construyen barricadas callejeras por ello. O en Ecuador paran el país. ¿Cierto? ¡Esos indios! Pero no se debe olvidar que la maldición de Tenskwatawa estaba vigente y en consecuencia, el 2 de julio de 1881 Charles Jules Guiteau, un desempleado desesperado en busca de trabajo, me salió como en verso –se autoelogió-, buscando camello, muerto de hambre, disparó a Garfield en el pecho. Tras una prolongada agonía, falleció el 19 de septiembre. Como lo puedes comprender, el hombre estaba en plenas funciones presidenciales.
Yo, a decir verdad, empecé a interesarme y comenté:
– Es en verdad extraño. Garfield ganó 40 años después de Harrison… Lincoln, 20. Es efectivamente extraño, extraño o, mejor, ¿coincidente?-pregunté con timidez.
– Así es. Tal vez –replicó-. Pero veamos si son coincidencias –agregó con seguridad.
– Sería bueno averiguar –expresé cauto- todas las circunstancias, todos los detalles de esas muertes.
Me miró con ojos de pesadumbre, como sintiendo lástima de mí, y expresó:
-¡Estamos en ello, parcero!
Su voz ya estaba mellada por el humo de tantos años y sonaba carrasposa. Se aclaró la garganta con un movimiento gutural y un sonido estentóreo, escupió y prosiguió.
– En nuestro orden, después de Garfield vino William McKinley, el vigésimo quinto presidente. Las elecciones de 1896 constituyeron un hito en la política de Norteamérica. McKinley era una especie de nacionalista, compadre. Defendió –fíjate- los aranceles como medio de protección de las empresas norteamericanas y del mercado de trabajo norteamericano. El man disminuyó las importaciones extranjeras y fue partidario del patrón oro en contra de la acuñación ilimitada de plata, lo que habría incrementado la inflación. McKinley ganó las elecciones por abrumadora mayoría y obtuvo la aprobación pública de su gestión cuando en 1890 derrotó nuevamente a Bryan, el contendor, exactamente sesenta años después de Harrison.
Se hizo un silencio profundo y prolongado. Se hubiera podido percibir el aleteo de un zancudo. Al cabo, dijo con tono y timbre de ametralladora.
– ¡Fue reelegido, hermano! ¡Ahá! ¿Qué me cuentas tú?
Pero McKinley –prosiguió invadido de algo cercano al frenesí- fue el de la guerra contra España. ¿Recuerdas? Los cubanos habían comenzado tardíamente su independencia y los Estados Unidos fueron a meter las narices. McKinley intervino en 1898 y en tres meses derrotó a España y se anexionó las islas Guam, Puerto Rico y Filipinas. Esa tal Real Armada española que tanto jodió en Cartagena, la que cuidaba del oro y las botijuelas de vino y aceite, los gringos la volvieron mierda en veinte minutos, en una hora, en un así de chiquito, parcero. Aunque la guerra con España fue popular en Estados Unidos, las nuevas posesiones —a las que pronto se sumaría Cuba como burdel y fuente de azúcar, lee a Cabrera Infante— provocaron polémicas. Por otra parte, el crecimiento de grandes compañías denominadas trusts, causó mucha inquietud. McKinley mostró su preocupación por estos asuntos al ser reelegido en 1900, pero la posibilidad de introducir cambios quedó truncada cuando el anarquista León Czolgosz le disparó en Buffalo (Estado de Nueva York) el 6 de septiembre de 1901. Y el hombre murió ocho días después en pleno ejercicio de su cargo.
Yo no cabía del asombro. Era una maldición profética de parte de un chamán indígena, y hasta ahora se estaba cumpliendo. Con sumo interés, proseguí escuchándolo. El hombre, con sus ademanes típicos, se engolosinaba parloteando. Pegó una chupada a su tabaco, bebió la cerveza hasta el final, y yo hice lo propio.
– El presidente número 29 de los Estados Unidos era de apellido Harding. Harding nació en Marion, Ohio, en 1865. Era más republicano que quién sabe qué y contaba con una voz vibrante y estremecedora. Así como la mía cuando era joven. Pues Harding fue promocionado por un tal Daugherty a la candidatura republicana en 1920. El resultado es que el hombre obtuvo –algo sin precedentes- el 60% del voto popular. Era un hombre sabio y el lema de su campaña: “Menos gobierno en los negocios, y menos negocios en el gobierno», fue seguido por muchos, entre ellos nuestro Rafael Reyes.
-Dicen que Rafael Reyes es el único dictador que ha habido –comenté-. Y finalmente pregunté:
– ¿Entonces Harding fue un Rafael Reyes gringo?
-Bueno, pero Reyes viene mejor de Porfirio Díaz en México, que es anterior, y esto era mucho más tarde, exactamente 109 años después de la maldición de Tenskwatawa. Lo de Reyes es otro paseo. Pero, legalmente hablando, y ya que lo traes a cuento, Reyes fue el último que fusiló a alguien en Colombia. Legalmente hablando, porque por el otro lado…bueno, al grano. La maldición de Tenskwatawa también se cumplió en Harding, pues el hombre murió de un ataque cardiaco en agosto de 1923. Estaba en San Francisco y le faltaba poco menos de un año para dejar el cargo.
Iba yo a hacer un comentario de asombro, pero no me lo permitió.
– Hablan mucha mierda, parcero. Fuera de Reyes, hubo otros dictadores: Bolívar, Urdaneta, Melo, Mosquera en el 53, Ospina Rodríguez, Núñez en todos sus períodos, hasta cuando no ejercía, Rojas Pinilla, etc. Pero ese no es el tema. ¿A quién tenemos a continuación?-preguntó en tono ceremonioso-. Y se contestó:
– A Franklin Delano Roosevelt, el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, el único elegido cuatro veces consecutivas. Su programa, el New Deal, fue una respuesta a la Gran Depresión, y convirtió al gobierno en instrumento activo de cambio económico y social, no solamente en Estados Unidos sino en el mundo entero. Tras derrotar al candidato republicano Landon y ser reelegido presidente en 1936, Roosevelt trató de neutralizar al Tribunal Supremo de su país mediante su reorganización. La inminencia de la II Guerra Mundial, seguida de la participación de Estados Unidos en la misma, desviaron a partir del final de los 30 la atención en la política interior del presidente e hicieron posible su reelección en 1940 y 1944.
Roosvelt fue decisivo en la guerra contra el fascismo alemán. Junto con Winston Churchill firmó en agosto de 1941 una decisiva declaración que pasó a ser conocida como la Carta del Atlántico. En enero de 1943, reunidos en la ciudad marroquí de Casablanca, insistieron en la rendición incondicional del Eje. En la Conferencia de Quebec (agosto de 1943) se planificó la posible invasión de la región francesa de Normandía, en manos de Hitler. En Moscú (octubre de 1943) los ministros de Asuntos Exteriores de los países aliados aprobaron la creación de una organización internacional que asegurara la paz mundial tras la guerra. La estrategia militar y el problema del reordenamiento territorial de la posguerra se trataron en Teherán (noviembre-diciembre de 1943), donde se acordó la invasión definitiva del norte de Francia. Finalmente, en Yalta (febrero de 1945), Roosevelt, Churchill y el dirigente soviético, Iósip Stalin, expusieron sus planes para crear tras la guerra un organismo internacional con el objetivo de preservar la paz. Hoy sabemos que todo es inútil. ¿Cierto? O, ¿para qué sirve la ONU? Sin embargo, Roosevelt no pudo asistir al final de la guerra ni a la creación de ningunas Naciones Unidas. Pues como es bien conocido, enfermo como era, el maestro sacó la mano en el cargo el 12 de abril de 1945. La maldición de Tenskwatawa seguía su curso, al parecer, inexorable.
Era hora de hacer una pausa. Nos despedimos, y acordamos encontrarnos otra vez al anochecer. Yo me fui a pasear con mi familia y les conté lo narrado. Mi esposa parecía no creer, a pesar de ser Licenciada en Lenguas Extranjeras. O, ¿es en Literatura? Bueno, no recuerdo. Pero el hecho es que, hasta ahora, los datos indicaban que la profecía se cumplía. Estuve nervioso toda la tarde, hasta el punto que mis hijos me preguntaron qué sucedía. Me disculpé con un juguete, y una vez cumplida la obligación, me apresuré a prepararme para cumplir la cita con el cuentero. Pronto me encontraba escuchando el misterioso relato.
– Y llegamos –dijo con voz gutural- a John Fitzgerald Kennedy, trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América, una personalidad según los medios, a toda prueba. Según otros medios, se trataba de un pervertido sexual a quien le dolía la espalda y obsesionaban las mujeres. Marilyn Monroe fue una de sus víctimas. Un perro, que llaman, pero su magnicidio conmocionó a buena parte de la humanidad. Creo que hasta los comunistas lo sintieron. Yo apunté:
– Dicen que todo el mundo en el planeta se acuerda qué estaba haciendo cuando mataron a Kennedy.
Se hizo una pausa, el viento silbó y el hombre apuntó:
– Menos Lee Harvey Oswald-. Y prosiguió:
– Kennedy nació en Brookline (Massachusetts) el 29 de mayo de 1917 y era el segundo hijo de un financiero que había hecho su fortuna traficando con whiskey durante la Prohibición. La Prohibición la impusieron para ello: para que algunos se hicieran ricos. Al Capone y Bonnano, Hoover, etc. Joseph, el papá de nuestro héroe, fue embajador en Gran Bretaña durante la presidencia de Roosevelt. Por su parte, John se graduó en Harvard en 1940 y se dio a conocer con la publicación de su osada tesis universitaria sobre la falta de respuesta británica a la hora de enfrentar la escalada bélica fascista que anticipó la II Guerra Mundial. Etiopía, Manchuria, España del 36, Güernica y todo eso. ¿Me sigues? JFK participó en el conflicto como oficial de la Armada y fue reconocido como héroe nacional por su intervención en campañas del Pacífico. Allá fue que se jodió la espalda. En 1956, tras intentar sin éxito obtener la nominación vicepresidencial en la lista demócrata encabezada por Adlai Stevenson, Kennedy comenzó a planear su presentación a la elección presidencial de 1960. Asumió el liderazgo del ala liberal del partido Demócrata y reunió en torno suyo a un grupo de jóvenes políticos con talento, en el que se encontraba su hermano Robert, director de su campaña. Consiguió la nominación en la primera votación y, con el senador de Texas, Lyndon B. Johnson, como candidato a la vicepresidencia, un godo de mierda, se lo impusieron los petroleros y los mafiosos, compitió frente al republicano Richard Nixon. Logró alzarse con el triunfo por un estrecho margen de 113.000 votos, aunque no pudo disponer sino de una reducida mayoría en el Congreso. Hoy se sabe que a ello ayudó fuertemente la Cosa Nostra. el Bonnano ese, Franciosa, Traficante, etc. Kennedy se convirtió en el presidente más joven de los Estados Unidos y el primero católico. En otoño de 1963, el hombre comenzó a planificar su estrategia para la reelección al año siguiente. Viajó por todo el país alabando su gestión, sobre todo durante la crisis de los misiles cubanos. Pero el 22 de noviembre de ese año, cuando circulaba en un automóvil descapotable a través de Dallas, recibió varios disparos en la cabeza y en el cuello a consecuencia de los cuales falleció. Hoy se sabe –amigo mío- que a ello ayudó fuertemente la Cosa Nostra, los cubanos en el exilio, gusanos que les dicen, y el FBI y la CIA y el ejército. Y aquí no me extiendo porque casi todo el mundo conoce el cuento, pero la maldición -como ves- se cumplía a ciento veintitrés años de la nominación de Harrison.
Yo no cabía del estupor. Era cierto lo que este hombre estaba diciendo. Fuimos hasta el bar, adquirimos más cerveza y nos volvimos a sentar, esta vez cerca de la orilla donde un vientecillo encantador golpeaba nuestros rostros. El humo del tabaco se dispersaba en avalanchas, tornados y elípticas maravillosas desde nuestras bocas hacia el infinito. A lo lejos se escuchaba una tenue melodía. Mi amigo continuó:
– Ronald Reagan fue el presidente número 40 de ese berraco país. Había nacido el 6 de febrero de 1911 en Tampico (Illinois). En 1932 se graduó en el Eureka College, una institución protestante de ideología conservadora. ¿Te imaginas? Alcanzo a imaginarme la propaganda: ¡Señora! Si quiere que su hijo llegue a ser presidente, matricúlelo ya en el Eureka Collage. Ideología garantizada para gobernar testarudos. ¡No se arrepentirá! El hecho es que el hombre trabajó en la radio como locutor de deportes hasta que superó una prueba que le permitió firmar un contrato con Warner Brothers en 1937. A lo largo de quince años hizo unos 50 largometrajes, muchos de ellos del género western. Vaquero con todas las de la ley. Su carrera como actor declinó en los años posteriores a la II Guerra Mundial, por lo que se metió a la política. Después de intentar conseguir, sin éxito, la nominación por el Partido Republicano para las elecciones presidenciales en 1968 y 1976, la ola conservadora de 1980 le llevó a la victoria en los comicios celebrados ese año, otorgándole además una mayoría en el Senado y una en la Cámara. Estaba hecho. A ello contribuyó la inflación, la carestía, el largo confinamiento de prisioneros norteamericanos en Irán, la decadencia de los rusos, etc. Pero la maldición de Tenskwatawa estaba en vigor y 69 días después de sentarse en la silla de Lincoln un asesino, presumiblemente en busca de fama, le desencajó varios disparos en el pecho. Un loco desgraciado. Como el que se echó a Lennon. Oiga, hermano, ahí fue que me di cuenta lo que es un buen guardaespaldas. Bueno, tu qué harías si escuchas disparos a dos metros de ti.
– ¡Coño! –exclamé- salgo corriendo, me boto al suelo, me convierto en alcantarilla. ¿Qué se yo…?
– ¡Pues ese maldito policía, el guardaespaldas de Reagan, le puso el pecho a las balas! El detective, al escuchar los primeros disparos, se volteó hacia el asesino y recibió una descarga de frente. Ese man murió, pero Reagan no. ¿Por qué?
– Ni idea- repliqué.
– Pues piénsese lo que se piense, que la medicina gringa es una barraquera, que los cuidados intensivos, que no sé qué, que los primeros auxilios y que tal y que pascual…el hecho es que a Reagan lo llevaron a una clínica y lo salvaron, pero eso fue en verdad labor de su esposa Nancy, que como todo el mundo sabe y todo el mundo fue ampliamente informado a su debido tiempo, la vieja le jalaba a la brujería. No movía un dedo sin preguntar a sus horóscopos. Se rodeaba de quirománticos y de adivinadores… Bueno, tú sabes…y la hembra, mal que bien, neutralizó la maldición de Tenskwatawa.
El silencio nos rodeó por todas partes. La música a lo lejos dejó de sonar y tan sólo los grillos en sus eternos concertinos ocuparon el ambiente. El hombre narrador echó una bocanada de humo al viento, y entre las volutas dijo con voz segura:
– Vivo a morir, tras finalizar su segundo mandato, Reagan fue sustituido en la presidencia por el que había sido su vicepresidente desde 1981, el también republicano George Bush. El papá del Bush de hasta hace poco. Después de retirarse a California, Ronald Reagan prácticamente desapareció de la escena política. Su autobiografía apareció publicada en 1990, cuatro años antes de que se hiciera público que padecía Alzheimer. Falleció el 5 de junio de 2004 en Los Ángeles. Pero ya no estaba a cargo del país. ¿Ves? Birló el sortilegio. Se burló de lo sobrenatural.
Y llegamos a George W. Bush hijo, el presidente número 43 de ese berraco país. Bush nació el 6 de julio de 1946 en New Haven (Connecticut) y pasó su juventud en las ciudades texanas de Midland y Houston; después obtuvo su graduación en Historia en Yale y, tras servir como piloto en la Guardia Aérea de Texas, completó su formación en la Escuela de Negocios de Harvard. Como ampliamente lo ha denunciado Michael Moore, en 1975 comenzó sus incursiones en el mundo de los negocios centradas en el sector de las industrias energéticas, en especial las petrolíferas, donde al parecer hizo el billete. En 1977 fracasó en su intento de ser elegido miembro de la Cámara de Representantes, por lo que decidió abandonar la política. No obstante, en 1988 participó en la exitosa campaña presidencial de su padre y volvió por sus fueros. El 8 de noviembre de 1994 resultó elegido gobernador de Texas tras obtener el 53,5% de los votos. El 3 de noviembre de 1998 se convirtió en el primer gobernador de Texas que lograba la reelección, en esa ocasión con el 68,6% de los sufragios. Es curioso y muy ilustrativo de su personalidad que durante sus dos mandatos consecutivos se haya incrementado de forma notable el número de ejecuciones de condenados a la pena de muerte, lo que le ha granjeado severas críticas. ¿Te lo figuras? Al hombre le gustaba matar. ¿Sabías que en Estados Unidos hay 7 millones de personas (buena parte negros, asiáticos y latinos), tras las rejas, muchos de ellos en los llamados “callejones de la muerte” esperando o tratando de salvarse de la inyección letal o la silla eléctrica?
No dije nada y el hombre continuó:
El 14 de marzo de 2000, 160 años después de la nominación de Harrison y desafiando la maldición del shawnee de nuestra historia, el noble Tenskwatawa, George Bush consiguió ser elegido candidato republicano a la presidencia. Presentó un programa electoral que llamaríamos de centro-derecha, bastante parecido al que ha puesto en práctica nuestro muy querido Dr. Álvaro Uribe Vélez, es decir, mucho negocio, poca inversión social y mucha guerra. ¿Te imaginas que después de Walt Whitman, los Rolling Stones, los Beatles, Woodstock y los sucesos de la Universidad de Kent en 1970, Bush decía cada vez que podía –y podía siempre porque era el hombre más poderoso de la tierra- que la guerra en Irak, y este es un concepto que incluye la guerra en Colombia, es lo mejor que nos ha podido suceder? ¿Te imaginas?
Hice un ademán con la cabeza como para comunicarle que no me lo imaginaba, y me arrellané en mi sillón echando una bocanada de humo en forma de volutas y aros concéntricos. El viento se había detenido por un instante y lo permitía. Un aro de humo subió hasta su solapa, sucia de grasa, y estalló en mil fragmentos. La música se reanudó en la distancia, se le sumó un tenue olor a carne asada con yuca, y el hombre siguió hablando.
– Aunque las elecciones se celebraron el 7 de noviembre de 2000, Bush no fue reconocido ganador sino hasta el 13 de diciembre. La demora se debió a un polémico recuento de sufragios en el que intervinieron las más altas instancias judiciales. Todavía se investiga. Y sucedió algo muy raro. Pese a que Gore, el oponente demócrata, obtuvo mayor número de votos que Bush (el 48,3% frente al 48,1%), éste logró 271 de los 538 compromisarios del Colegio Electoral, lo que lo proclamó Presidente el 18 de diciembre. El cuadragésimo tercero. Qué sistema electoral tan bacano. ¡El que gana pierde! De esa forma, George W. Bush se convirtió en el segundo hijo de presidente en acceder a la más alta dignidad política (el primero fue John Quincy Adams en 1825). En los comicios presidenciales de 2004, Bush logró vencer en 31 estados y aseguró los votos de 286 compromisarios, lo que garantizaba su reelección. Fue respaldado por el 51% de los sufragios y se convirtió esa vez en el postulante presidencial con mayor número de votos populares en la historia. Su rival, el demócrata John Kerry, ganó en 19 estados y en el Distrito de Columbia, que le reportaron 252 votos. Los resultados de las elecciones legislativas desarrolladas ese mismo día fueron igualmente satisfactorios para los republicanos, ya que Bush iniciaría su segundo mandato contando con la mayoría absoluta en ambas cámaras. El 20 de enero de 2005 juró por segunda vez el cargo de presidente de los Estados Unidos. Pero –parcero- ¿no te parece raro? ¡Ah! Y ya la cerveza se terminó.
El relator se limpió las manos en las solapas, tosió con rudeza y con tono de inclemencia, dijo:
– Y te lo repito: la mujer que dormía por entonces con el hombre más poderoso de la tierra practicaba la brujería…no hay duda alguna. Y no es solamente que Bush no haya muerto en el cargo, sino que un negro hijo de la chingada lo sucedió, y un negro que todo el mundo blanco odia, pero que le dio materile Osama a Bin Laden. Y para peor se llama Obama, ¡No joda! El problema es que la veterana y rimbombante compañera de George Bush, la vieja Nancy, fue más poderosa que Tenskwatawa. Y el chamanismo indígena –hermano- por los suelos.
No había nada que añadir, y como ya anochecía propuse que fuéramos a comprar más cerveza. Entonces, el cuentero me echó el brazo sobre los hombros y me notificó con suavidad como hablándole a la noche:
– Vamos, parcero, vamos a comprar mejor un roncito que como todos saben es mucho más efectivo y alegrón.
Ahí me recordó a Ho-Chi, nuestro dilecto amigo de La Pamba. Asentí de mil amores, busqué dinero en los bolsillos y me olvidé una vez más de que al otro día tenía que ir a trabajar. Eso sí, sin dejar de pensar de manera pertinaz en la fascinante execración del misterioso visionario shawnee.
Popayán. 2011
Fuentes consultadas:
http://www.whitehouse.gov/history/presidents/wh29.html
http://www.ipl.org/div/potus/
http://www.presidentsrock.com/
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