-¡El que haga el gol gana! –Sentenció Pecas, el goleador del otro equipo–.
Habíamos empezado perdiendo. Moreno no estaba fino con el balón; Juancho no tenía puntería; Arturo estaba manisuelto. Nuestro eterno rival, el equipo de la otra cuadra, era todo lo contrario: movía el balón con presteza y finura; se entretenían, se divertían. Sabíamos que no había lugar a la derrota, más que el litro de gaseosa que habíamos apostado, lo importante era salir victoriosos, luego nos deleitaríamos con los repasos de las mejores jugadas del juego –y las más desafortunadas, claro: “Moreno se come hasta un moco ajeno”– bajo la frondosa sombra de un robusto árbol. Jugábamos todos los sábados, a eso de las diez de la mañana. Generalmente se presentaban contrariedades: no había balón, la cancha estaba ocupada, los manes que fumaban en la noche se habían levantado muy temprano; y sin embargo siempre terminábamos ahí: en cualquier improvisado escenario, haciendo de las camisetas arcos de juego, intentando hacer de una bolsa rellena de papeles el balón con el que se marcarían los goles. Goles que, por buenos o malos que fueran, nunca veríamos en una pantalla, pero que –sin saberlo– ocuparían un importante lugar en la memoria: como ese de tijera que desde la mitad de la cancha hizo El enano, o ese arco solo y esa cabeza cuadrada de Wilson. Ay Wilson…
Eso era para nosotros el fútbol. Esa competición en la que se dejaba todo. Esas ganas de abrazar al otro, esas ganas de golpearlo. Esa pasión que le restaba importancia a la inclemencia del sol, a la fuerza de la lluvia, que nos hacía olvidar del resfrío y de la tarea de Química. Eso que forjaba nuestra amistad o que, en un acto de comprensible estulticia, la descomponía. Eso que hoy ya no es lo mismo.
Desencantarse del fútbol (?) a pesar de que gran parte de la infancia está rodeada de recuerdos en una cancha de juego tiene varias razones: para empezar, la forma en que con este deporte se ha infundado en la gente una suerte de fatuo patriotismo. Los medios que promueven esta competencia propagan una serie de fervor nacional sinuoso, pues detrás de esto hay intereses económicos (como las empresas que pautan en sus transmisiones); es verdad que una selección representa un país, pero es mendaz hacer creer que es más ciudadano quien hace de cada partido una parranda, o quien se vale de cualquier ardid con fin de asistir a un escenario deportivo o, incluso, conseguir una camiseta de fútbol. Eso hace parte de una estrategia de mercado que, la verdad sea dicha, no todos advierten. Todos tenemos derecho a elegir las pasiones, es indudable, pero entonces conviene recordar que es bajo estas estrategias de marketing que se hace del fútbol una herramienta mediante la cual se resta importancia a temas axiales –como los casos de corrupción que hoy despiertan el exacerbamiento de algunos chilenos–. Estrategia con la que se legitiman aciagas épocas como las que pasaron en la Italia de Mussolini y en la Argentina de Videla. Y ahora sabemos lo que pasó en Sudáfrica, y lo que podría pasar en Rusia y Qatar.
La desnaturalización del fútbol llegó cuando el “Fondo Monetario Internacional” de este deporte, la Fifa, se dedicó a desproporcionarse con las formas de hacer dinero. Es una percepción hipócrita, lo sé, pero cada que me da por ver un partido de esos que tanto dinero mueve, verbigracia esos de la Champions, me acuerdo del despilfarro que hay detrás. Y los termino abandonando.
Pero luego, ay luego, me acuerdo de ese partido que a pesar de haber empezado perdiendo empatamos y ganamos, me pongo a repasar la victoria del Deportivo Cali, me pongo a leer los magníficos cuentos de Soriano y Sacheri.
Qué le puedo hacer. La culpa no es del fútbol.
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