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Por Jairo Cala Otero
Periodista – Conferencista
En una universidad de la Costa Atlántica de Colombia, en desarrollo de un taller de capacitación sobre el arte de escribir correctamente, les pedí a los concurrentes que redactaran una carta dirigida al presidente de la República. Les di unos sencillos parámetros: era una invitación para que él asistiera al acto inaugural de una nueva carrera académica; debía decírsele que su presencia era indispensable; que fijara él la fecha que su agenda le permitiría para visitar esa universidad, a fin coordinar el programa pertinente.
Les advertí que la carta no solo debía contener un lenguaje sencillo, sino ser breve y puntual; que no superara los cuatro párrafos y que cada uno de ellos no tuviese más de seis líneas ni menos de dos.
Pusieron manos a la obra. Me paseé por entre los asistentes -entre quienes había unos periodistas al servicio de aquella universidad-, para asistirlos si necesitaban ayuda. Recogí las hojas cuando concluyeron el ejercicio. Me las llevé para el hotel, y las corregí por la noche. Al día siguiente tendría un segundo encuentro con los redactores del ejercicio.
Aquella tarea resultó muy útil, tanto para ellos como para mí. Al segundo día del taller de redacción, cuando entregué las hojas con el ejercicio, con enmiendas y anotaciones sobre sus márgenes, cundió el silencio general. Hice unas observaciones generales sobre por qué ocurre el fenómeno de no redactar bien, y sugerí lo que debe hacerse en tales casos para superar esos escollos de comunicación.
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Ellos pudieron verificar sus fallas merced a esas anotaciones marginales que hice sobre sus errores más notorios: faltas de puntuación, sintaxis no muy clara, desvíos con la ortografía y discordancias de género y número. El estilo y el lenguaje influyente y elegante, «brillaban» por su ausencia.
Aquella vez pude comprobar de nuevo que existe desdén general entre los usuarios del español, frente a la mayúscula importancia que tiene su gramática. Por doquier hay personas que reflejan, al momento de redactar un texto cualquiera -así sea sencillo-, que no se han consagrado al estudio de la normativa que rige al idioma que les tocó escribir y hablar. Una condición tal imposibilita cualquier intento por escribir bien.
Uno de los asistentes, docente de aquella universidad y también incurso en errores con el ejercicio de redacción, con aire arrogante, optó por cuestionarme sobre el uso de los tiempos de presentación del material que yo había preparado. Pero soslayó el enfoque equivocado que su carta-ejercicio tenía. Finalmente, terminó fugándose del salón donde el taller se desarrollaba. Nunca supe si por vergüenza, o si por dejadez para aprender lo que le hace falta saber.
Como esta referencia no pretende fustigar a nadie, este escrito no incluye nombres de personas ni de la universidad en donde tal pasaje sucedió. Lo que intento es dejar un mensaje general: cuando la soberbia y la altivez del ego se imponen, no hay forma de que aquello de lo cual se carece en materia de conocimiento pueda llegar a revelarse, y a transformar lo oscuro en luminoso.
Mientras se anteponga la prepotencia a la humildad para aceptar que se carece de talento para redactar con excelencia y con ajuste a la normativa gramatical, siempre se recorrerá la senda angosta y oscura de la comunicación ineficaz y enrevesada.
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