Asistimos a los últimos jadeos de la modernidad, si tenemos en cuenta que una época no se extingue de manera definitiva y su desaparición es un proceso lento, como lo observamos en el concepto de sujeto social, convertido hoy, gracias a la internet, en operador digital, en héroe cibernético al que la tecnología invadió subjetivamente y lo condujo a prescindir de las cálidas relaciones interpersonales, sustituyéndolas por un tejido de interacciones virtuales, para supremo deleite de la humanidad.
Atrás quedó el individuo soberano de la Ilustración, el ciudadano que pregonó el liberalismo filosófico, que reivindicó la libertad de pensar, de sentir, la libertad absoluta de opinión, sobre cualquier asunto político, científico, moral o religioso, teoría liberal preocupada más por establecer limitaciones al poder, para evitar el despotismo, que cuestionar la legitimidad de las clases sociales que lo detentaban.
Hoy, el sujeto de la posmodernidad, con su narcisismo a cuestas, ha subido al pódium de la sociedad electrónica, estimulado por la trivialidad de la racionalidad instrumental, hija de la subcultura mediática, que convirtió a los seres humanos en idólatras de las nuevas tecnologías, creadas por y para el servicio de gigantescos poderes financieros.
Si el aporte del psicoanálisis, en plena Revolución Industrial, demostró la opacidad de la conciencia y dejó la razón a la deriva, la capacidad del sujeto crítico de la modernidad, en tiempos globales, ha quedado desmantelada por la comunicación instantánea, la saturación del conocimiento banal, la ensoñación que produce la imagen y la fantasía de la noticia.
Contrastan las diferencias que existen entre las eras arcaicas, en que las piedras eran objetos fantásticos, con fuerzas mágico religiosas, acompañantes de las comunidades tribales en las faenas de caza y pesca, y la era de la internet, que a diferencia del mundo asociado primitivo, terminó forjando personas intimistas y solitarias.
Sociedades que, victimizadas por la explotación de las redes informáticas, no alcanzan a percibir que su conciencia se fuga por el agujero negro de la banalización cultural.
Asombroso es el poder de la imagen, como lo observa Omar Lasso Echevarría: “la imagen no se procesa… pasa directo al mando inconsciente”; sin embargo, frente a ella no existen códigos éticos, pese a que su influencia subliminal es poderosamente hegemónica.
Orbe empapado por la internet, la imagen televisiva, el monitor computacional y los dispositivos electrónicos. Cuerpos y mentes subordinados a los íconos de la farándula o la política.
Ébola virtual que va consumiendo a la humanidad, sin que preocupe la altísima tasa de mortalidad cultural que causa la endémica enfermedad.
Sociedades virtuales que no duermen, como en La Peste, de Albert Camus: “El sueño de los hombres es más sagrado que la vida para los apestados. No se debe impedir que duerman las buenas gentes. Sería de mal gusto: el buen gusto consiste en no insistir, todo el mundo lo sabe. Pero yo no he vuelto a dormir bien desde entonces. El mal gusto se me ha quedado en la boca y no he dejado de insistir, es decir, de pensar en ello”.
Si la peste se tomó a Orán, sin esfuerzo alguno, los valores de la modernidad crítica y estética que prevalecieron durante el paradigma de la razón, fueron tomados por los protocolos del relativismo, en los que la objetividad quedó severamente arruinada.
La era posmoderna, mera ilusión civilizatoria, consuelo del conocimiento maltrecho y sucio, hija del nihilismo y la desesperanza, donde al caos ideológico y la violencia de la desigualdad social se le llama concierto para el bienestar y gobernanza social, no es más que la bancarrota y el fracaso de los intereses parciales, que los propietarios de los intereses creados pretenden sin vergüenza alguna filtrar como de interés general, con discursos bonachones, infortunadamente triunfantes, pero en los cuales no creen los aduladores, los turiferarios del poder, ni “la servidumbre voluntaria”, en la expresión lapidaria de Étienne de La Boétie.
Y como en el circo, donde los animales actúan amaestrados, y no se cuestiona la violencia a la que fueron sometidos para satisfacer el goce de los espectadores, la cultura dominante tiende siempre la tendencia a ocultar la realidad, la injusticia y el crimen.
Corresponde a la sociedad, sus segmentos críticos y a los educadores, realizar una pedagogía misional que tienda a descargar el lastre subliminal y fetichista imbuido en los grandes medios de comunicación, para dignificar la imagen y el mensaje.
Basta acudir, por ejemplo, a Baudrillard para entender el poder ilimitado de la televisión: “Hoy en día todo lo que no aparece en la televisión no existe”, y lo que aparece en la pantalla, decimos nosotros, tiene el propósito de narcotizar la conciencia ciudadana para que desaparezcan las abismales diferencias entre la pobreza, la miseria y la riqueza. Hasta pronto.
“La era posmoderna, mera ilusión civilizatoria, consuelo del conocimiento maltrecho y sucio, hija del nihilismo y la desesperanza, donde al caos ideológico y la violencia de la desigualdad social se le llama concierto para el bienestar y gobernanza social, no es más que la bancarrota y el fracaso de los intereses parciales, que los propietarios de los intereses creados pretenden sin vergüenza alguna filtrar como de interés general, con discursos bonachones, infortunadamente triunfantes, pero en los cuales no creen los aduladores, los turiferarios del poder, ni “la servidumbre voluntaria”, en la expresión lapidaria de Étienne de La Boétie”.
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