Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
leoquevedom @hotmail.com
Desde La Ceja, en el oriente antioqueño, con su vía en perfectas condiciones, que permite el disfrute de la risa y el paisaje, emprendimos viaje hasta una región y unos sitios de los que habíamos oído hablar y visto en fotografías. Nos acompañaba esa curiosidad y emoción no contenida que siente el viajero, ávido de experiencias, de ver y oír gentes con sus acentos, pueblos con calles y ventanales que le hablan al visitante de su historia.
En el taxi rentado iba como guía la poetisa laureada Marga López Díaz, Édgar Montoya, un declamador de poesía negra con pecas negras y una sonrisa frecuente con mucho blanco, y mi ruiseñora al costado. Pasaban de prisa a nuestro paso, a lado y lado, vegas verdes, quebradas, sotomontes bien tupidos, casas de campo, unas humildes cubiertas con el polvo que salta del camino y otras bien cuidadas, vestidas con traje de fiesta, verde, rojo, azul, con chambrana de madera y perro faldero. Nos entreteníamos jugando a comprar la casa de nuestros sueños.
Pasada una hora llegamos a un pueblo sustituto. Es una población uniformada con casitas prefabricadas. Está situada a poca distancia, nos dijeron, del ahogado pueblo de El Peñol que tributó su vida y caserío a las aguas de la represa de Guatapé. Tiene una enorme mole de piedra simulada sobre un promontorio, que es la iglesia del lugar. Es un pueblo sui géneris que no se parece a los coloridos y tradicionales de la gente paisa. Detrás de un poste vimos una sombra. Dijeron su nombre y no me acuerdo.
Seguimos de largo, buscando más casas para la colección de utopías y admirando con el sol de primavera las campiñas, sus lomas verdes y el ganado que pace y engorda. Al lado de las viviendas con sus dueños, la alambrada dejaba ver la ropa limpia en fila de colores y tamaños. Más allá, en su oficio diario, las vacas mostraban el prodigio de sus ubres sin brasier, también colgado con las demás prendas en la cuerda. Cuántas églogas hubiera escrito Virgilio en estas majadas llenas de silencio de máquinas y del silbar del viento.
En el final del recorrido loco nos topamos con el milagro hecho paisaje del Embalse de Guatapé, nacido de los sudores y recuerdos de los peñoleses. Tal vez esas aguas buscaban besar todos los días montículos y hoyas, que habían añorado en tiempos pasados. Gua-tapé, en su palabra, guardaba en su raíz más agua que sus letras. Es hermana de I-gua-zú, Gua-tavita, del Gua-rinó y del Gua-yuriba. Guatapé no son aguas re-presadas, re-primidas. Es un lago largo, verde-azul, que se mece entre las ramas, las colinas y que acaricia con su resaca las cabezas de montañas verdes.
Desde la cima, desde el terraplén frente a la famosa Piedra del Peñol, los ojos no alcanzan a divisar el tamaño y la grandiosidad del espectáculo del Embalse. Parece que siempre hubiera estado allí y que la Naturaleza lo hubiera criado desde chico. El agua toma la forma de las cuencas en la cordillera y pasean su espuma por sobre las rocas y los arbustos. Es una auténtica maravilla colombiana y recuerda en belleza y extensión al Cruce de Lagos en la hermana Chile.
El antioqueño está orgulloso de poseer esta gema turística y llena la región los fines de semana. Y, usted, ¿cuándo irá a llenarse de paisaje, de paz y de la brisa de sus aguas?
10-01-09 10:04 a.m.
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