
Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano
leoquevedom @hotmail.com
Colombia fue un país con vocación agrícola y ganadera. Antes que el café le diera fama de ser el más suave del mundo, su producción de arroz, algodón, plátano, papa, fríjol, maíz y caña eran el principal renglón de nuestra economía. Grandes y famosas haciendas criaban enormes camadas de ganado vacuno y ovino. Los mercados de pueblo en la plaza frente a la iglesia alegraban a las familias que iban de paseo a comprar de toldo en toldo a sencillos y sonrosados rostros.
Gran parte del territorio nacional pertenecía a lo que se llamó de manera general el “campo” y quienes laboraban allí recibían el nombre de campesinos. Denominación que contenía una connotación un tanto segregatoria y compasiva. La separación entre ciudad y campo era notoria y la cultura creció con la idea burda de que el citadino era inteligente y audaz, mientras que el campesino – como el provinciano – era lerdo y lento.
A diferencia de lo que ocurre en Europa y Norteamérica, se les denomina “granjeros” y cada granja tiene junto a su “rancho” el tractor con sus cuchillas y se ayuda con maquinaria para recoger al arroz, el maíz, el sorgo o la cebada.
El campesino amaba su tierra, como a su madre, porque de su abrazo diario con ella recibía alimento y recompensa. Vivía tranquilo en su casa de adobe, casi sin agua ni servicios higiénicos formales. Del río o la quebraba o la mana recogía el líquido puro. Se levantaba con el alba para arar el vientre fecundo con el grueso diente de hierro y la yunta de bueyes. Su parcela no era muy grande, pero duraba días a sol y agua, casi semanas, preparando los surcos generosos, para regar la semilla. Sus manos eran grandotas y sus dedos con negras uñas. A su lado estaba la vaca con dos terneros, las ovejas y el cabrito. Así lo aprendieron de sus abuelos y padres.
De paso por la sabana de Funza, por Villapinzón, por Tausa, por Boyacá, por la Antioquia de montañas, por Córdoba, en pleno siglo XXI, hoy se ve lo mismo. Colombia no ha tecnificado sus campos. Sólo las grandes extensiones de azúcar merecen tener tractores, trenes cañeros. Los campesinos no han recibido apoyo, y los campos que aún albergan a estos trabajadores de su tierra, siguen con sus arados y sus obedientes bueyes.
Que no existe el analfabetismo, es un eufemismo decirlo. Todavía nuestro hombre de campo no sabe leer ni escribir y tampoco sabe manejar un carro de anchas llantas y bronco motor. Para su entorno, él vive en un analfabetismo funcional. Escasamente si oye radio y ve TV. Hasta él no ha llegado la industria ni la técnica ni la tecnología para su trabajo. Y los campos exhaustos no producen sino llanto y pasto para las culebras. El “plan” Colombia para ellos no aplica. Aunque sí le llueve el veneno químico sobre sus humildes parcelas.
Llegaron, sí, hasta el ingenuo campesino guerrilleros, narcotraficantes para conquistarlo y engrosar sus filas o para cambiar sus siembras por coca. Pero jamás para darle un tractor y humanizar su trabajo o facilitar su redención educacional y su futuro económico. Los acusaron de ser soplones del gobierno o de la guerrilla y los obligaron a abandonar sus propiedades o regalarlas para convertirse en desplazados. Hoy nos quejamos de que andan sin ruana y sin alpargatas pidiendo 200 pesos en las esquinas.
14-01-09 9:30 a.m.
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