Empautamiento con el viruñas
Marco Antonio Valencia
Regresé al Valle del Patía después de años de ausencia dedicados a estudiar en Popayán. Campo Bello fue la finca de mi bisabuelo, de mi abuelo, de mi papá y con seguridad sería mía algún día. Sobre el terreno había una casa para la familia y una ramada para los trabajadores, donde los hombres, luego de cortar caña toda la jornada, se dedicaban a conversar y a cantar.
Con los días hice amistad con Naganga, un viejo que tocaba el violín y cantaba oraciones a dioses africanos. Una tarde cualquiera me invitó a su parcela al lado del río Guachicono. Pescamos alguna cosa y en el patio de su casa cosechó, de un árbol inmenso, unos melones que me dijo se llamaban pan de pobre. Cuando almorzábamos apareció una muchacha de mi edad, de ojos amarillos y bellísima, que me deslumbró de inmediato. El viejo le ofreció comida y me la presentó diciéndome que era una bruja que venía a tentarnos, que no me ilusionara. Pero yo era joven y ansioso, y me dejé entusiasmar por varios días.
Una mañana, Naganga me despertó diciendo que teníamos que volver a la finca de mis padres. Y, sin permiso, me sobó el cuerpo con infusión de ruda. Luego, sin mediar palabras, salpicó con el menjurje a la mujer de ojos amarillos arrunchada a mi lado, que de inmediato se transformó en una bimba negra y enorme.
Desde entonces, todas las tardes, al final de la faena en los cañaduzales, busqué al viejo para que me enseñara sus saberes africanos, que aun siendo yo un carapálida, por ser hijo de mujer blanca, tenía derecho a conocer. Un día me habló de los empautamientos con el diablo y, con osadía juvenil, le conminé a ensañarme las oraciones que necesitaba. ¡Y claro!, una medianoche me fui al corral, me subí sobre una piedra enorme que tenemos allí e invoqué al mismísimo Viruñas.
Y el diablo vino. Conversamos largo rato alrededor de una fogata. Fue una conversación con risas, silencios y preguntas de parte y parte. Me dijo que podría darme mucho ganado y tierras, el don de la invisibilidad o el de enamorar y hacer feliz a las mujeres que me diera la gana; el don de la adivinanza y el poder sobre los espíritus para curar a otros. Pero todo eso lo rechacé. Se rió mucho cuando le mencioné que aquello se lo daba a todo el mundo, que me ofreciera algo distinto, inefable y único.
Hablamos tendido. Le conté mis sueños y llegamos a un acuerdo de caballeros cuando él hizo su demanda. Y fue así: esa madrugada, a la luz de la luna y con el susurro misterioso del viento, hicimos un pacto.
Anoche vino Naganga a mis sueños.
—Tu destino está escrito en los tableros del Ifá —indicó—. Te has sometido. Ahora recibirás tu premio.
Antes de despedirse glugluteó como una bimba para recordar mi embeleco juvenil por la mujer de ojos amarillos y reímos:
—Gluglugluglu.
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