La situación era difícil y había muchos controles, vigilancia militar, requisas a campesinos y a sus mercados; por otra parte los representantes de la oposición al gobierno, armada y amenazante se desplazaban por las agrestes lomas de aquellos prometedores parajes. En una de sus estaciones a comer apareció un perro como siempre que se presenta un grupo humano; era flaco, sarnoso, temeroso y gozque inconfundible. Con voracidad y casi entero tragaba restos de lo que dejaban los guerrilleros esa mañana y quizás por su instinto canino decidió que ese era un buen grupo para seguir. Se hizo amigo de todos, movía cola y testa como el lobo de San Francisco de Asís y fue bautizado con el nombre de Pingo que quiere decir callejero.
Con el tiempo se acostumbró al grupo, a sus marchas, a la defensa, a las alertas sobre ruidos o intrusos, aumentó de peso y se adentró tanto en el corazón de sus ocasionales protectores que hasta llegó a expeler su mismo almizcle de trajes de dril, botas de caucho, pólvora, municiones, grasa, tubos…
Un día de esos se alertó al grupo y cuando menos lo esperaban se dieron cuenta de que estaban sitiados por el ejército y se inició un singular y feroz combate en donde cada uno tomó ruta por donde pudo; no hubo tiempo de organizar defensa ni de atacar a las fuerzas reales del orden.
También hizo lo propio Pingo y más asustado que nunca corría y corría sin rumbo hasta que se mezcló entre la filas del ejército del que también pronto se hizo amigo; al fin y al cabo tenían de la misma ropa, armas, sudor, olían a lo mismo, hacían lo mismo, caminaban por las mismas rutas y peleaban al parecer por lo mismo: Ideales. Sus jóvenes caras a medio barbar eran semejantes (a excepción de las de los jefes guerrilleros que no se sabe por qué razón se mantienen descuidadamente barbados) como también sus anhelos, sus temores y lo principal: eran el mismo pueblo debajo de las balas, bombas, disparos de cañón, gritos, madrazos, desafíos que iban y venían, de ayes interminables, uno detrás de otro, olor a sangre, a humo….a muerte. Se parecían tanto que en ninguno de los dos bandos había apellidos como Reagan, Carter, Nixon, Marx, Lenin, Gorbachov o Castro y menos Xiao-ping. Tampoco Chávez, Michelsen, Turbay Ayala, Pastrana o Lleras Restrepo, aunque era casi seguro que entre todos estos habían originado la contienda.
Estando así la cosa no había por qué preocuparse pues para el intranscendente “desertor” de los llamados subversivos, con él no era el asunto; ese no era su problema; él no peleaba con alguien ni por algo, no distinguía entre clase alta y baja, no estaba robando ni era desempleado, no tenía hijos esperando hambrientos con su madre enferma. No era delator ni resentido; no era carga ladrillo, saca mica ni chupaculativo de ningún político, cualquier cosa que esas palabras significaran; no alimentaba venganzas ni se escondía de negocios oscuros con plantas ni polvos blancos.
El solamente quería ser fiel a alguien pero tal vez por esa desnutrición crónica que seguramente habría padecido durante su perruna infancia no fue bueno su desarrollo memorial y entonces no pudo esta vez distinguir dónde estaban los unos y dónde los otros.
En medio del fragor de la guerra, de un lugar a otro recogiendo asustado su corta cola, recorría el peligroso escenario sin percatarse de alguien que le apuntaba desde unas ramas en un matorral espeso y que no le perdonó.
¡Fue solo un disparo!
El médico, escritor y político, Álvaro Álvarez Muñoz hace una recopilación de 17 cuentos en «El Desertor». Tiene además para impresión su segundo libro de cuentos, recopilación de publicaciones hechas en revistas y periódicos desde hace varios años.
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