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El corrector de pruebas
El día del periodista, celebrado hace poco, recordé dos recomendaciones del director de El Nuevo Liberal, que socializó con los columnistas de opinión: la sugerencia de artículos de 500 palabras y el debido decoro en la redacción. Y como un recuerdo trae otros, vino a mi memoria la lectura de «Trece crónicas», del periodista Felipe González Toledo, en edición de Colcultura. Incluye la selección “El corrector, un incorregible”. De cuando el periodismo era ‘el oficio más bello del mundo’.
Ese oficio quizá sea bello, pero el de corrector era el más ignorado y solitario del mundo: «Duro oficio es este de corregir pruebas. Duro e ingrato. Agotador y monótono». Seguramente por eso hoy son una especie en extinción. Porque se necesita alma de mártir para hacer ese oficio, conforme lo exige la ética y lo describe Felipe González: «Cargado de espaldas por su eterna inclinación sobre la mesa, cubierta de tiras y originales, neutralizaba su miopía con gruesísimos anteojos». Se refiere el cronista a José Rodrigo Pinzón, quien durante 35 años fungió de corrector en la sección de pruebas de El Espectador.
Hay una atmósfera triste en esta crónica, pero el periodista la torna agradable y útil con el humor espontáneo que orea el estilo. Agradable es el lenguaje que soporta el tema, y muy útiles las enseñanzas que nos heredaron los abnegados correctores; en efecto, por sus manos pasaban «errores de ortografía, errores de distracción, palabras unidas, palabras partidas, puntuación equivocada, tildes omitidas o mal puestas, líneas trocadas, etc.». Y González nos recuerda una palabra que hoy reposa en el museo del periodismo, ‘galera’, equivalente a «una columna de periódico, impresa en una tira de papel, y en los márgenes de la tira se corrigen los errores». Esta breve descripción permite inferir el celo de los periódicos en aquellos tiempos, a fin de que el diario llegara a las manos del lector con el mayor decoro posible.
Un ‘ortodoxo de la ortografía’ era José Rodrigo Pinzón: «…por ningún motivo acepta una Helena con hache, y rechaza un Zamudio con zeta en lugar de ese; la repelencia del ‘que galicado’ llega a producirle daño físico y a echarle a perder la digestión». No obstante, Rodrigo Pinzón no fue la excepción en el escape de una liebre, ¡y qué liebre!; en cierta ocasión una involuntaria omisión casi lo involucra en un lío judicial. Ocurrió que, según tal declaración, «el doctor García Ramírez “acataría” tal o cual acuerdo, pero en el periódico apareció “atacaría”».
La presencia en Colombia de jugadores y técnicos argentinos vino también con la jerga del fútbol, y fue causa de sufrimiento para José Rodrigo, pues no pudo asimilar aquello de ‘hinchada’ o ‘fanaticada’, y gritaba: ¡Qué barbarismo! Fortuna, la del altruista José, que no vivió para escuchar o ver escrita la prolífica barbarie de nuestros días. Su muerte fue más bien la de un santo: «Se fue al consultorio médico, y cuando esperaba su turno de consulta, seguramente rumiando su vida monótona, resignada y útil, la muerte lo tomó de su mano». Y murió en ‘olor de corrección’.
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