Jorge Amado
Por Neftalí Sandoval-Vekaric¡El Capitán Sandoval! ¡Por allí viene el Capitán!, las sombras grotescas, arrebujadas en sus gruesos ponchos de lana oscura, señalan con un vago gesto del rostro o la mirada la silueta de un hombre de a caballo que aparece por detrás de uno de los riscos de la cordillera. No le temen como se pudiera temerle a una súbita aparición de ultratumba, pero tampoco se atreven a desafiarle y prudentemente tratan de ocultar el bulto aumentando el bulto oscuro de las rocas cortadas a pico sobre el abismo de la cordillera. Una brasa, como el corazón de un toro abierto en canal, sube y baja a semejanza de una estrella fugaz cayendo en la noche. Todos saben que es uno de los gruesos cigarros que el Capitán fuma y que a veces, sin ser fumados del todo, encontrarán ya deshechos por las pezuñas de las bestias en las vertientes de la montaña.
Cuando el hombre pasa, cuando el silencio va apagando el rumor de los cascos del cuadrúpedo, las sombras vuelven a desprenderse de entre las sombras y cruzan la cordillera buscando los caminos secretos del contrabando.
Con la última chupada al cigarro el Capitán da un ligero golpe en los ijares del animal que con un pequeño brinco acelera el galope levantando chispas de entre los guijarros. Les ha visto, pero como si no les hubiera visto. Les conoce. Sabe que lo poco que les queda del contrabando no es para enriquecerse, sino para alimentar una procesión de niños que han ido naciendo como una necesidad del hombre de perpetuarse, de conjurar la sempiterna maldición del polvo que irá al polvo, de la luz que en oleadas sucesivas habrá de recorrer el infinito. Escucha el rumor de las voces, y sonríe. Mañana le saludarán en las calles del pueblo como si nada hubiese sucedido la noche anterior, se quitarán con respeto el sombrero y, también, sonreirán para sus adentros pensando que una vez más han burlado el ojo certero del Capitán, que el Capitán no podrá encontrar jamás esos atajos misteriosos por los cuales pasan al Ecuador con sus mulas cargadas de azúcar, de textiles y frisoles, de esos frisoles rojos como la sangre de los toros y que al otro lado de la cordillera son plato predilecto de las familias pobres que habrán de acompañarlo con arroz del Tolima y con astillas de patatas rubias, relumbrantes y olorosas desde el fondo de los profundos platos de madera.
Era quizá el mismo espíritu generoso de aquella su mujer que no permitía que de su casa las gentes menesterosas salieran con las manos vacías. Y era pintoresco el cuadro aquel de los sábados cuando el pueblo despertaba de su aletargado abandono con el rumor de la feria. Hacia el fondo, contra un cielo de cristales azules el Cumbal levantaba su frente coronada de nieves, imponiendo con su ámbito de lejanías cierto hálito de místico recogimiento, como aquella tarde cuando los curiosos se abrieron en redondel a la espera de que el gallo más fino se lanzara hacia adelante con las espuelas de acero calzadas en sus raquíticas protuberancias de gallos domésticos y se abrieron a la perspectiva de un espectáculo gratuito que alimentara su imaginación de provincianos recogidos por el frío dentro de sus gruesos ponchos de lana oscura, porque no tenían más espectáculo que aquel cuando aterrizaba en un lejano potrero improvisado como aeropuerto la brillante nave que de la Capital más que turistas les traía el correo y los periódicos, y el de ver pasar en un automóvil cerrado al aviador, a quien los chicos consideraban su héroe y todos salían a verle pasar aun cuando no le vieran y gritaban ¡que viva! ¡que viva! imaginándose que ellos también un día se adueñarían de los espacios como el cóndor, esa ave rapaz que adorna el escudo nacional y que les recordaba lo que era la patria todas las tardes a las cinco cuando los soldados del Cuartel de Caballería saludaban la bandera que era arriada a los solemnes acordes del himno, a las cinco porque era improbable que muchos de ellos vieran izarla en la madrugada porque el frío se venía al galope desde el Cumbal con todos los vientos erizados en sus crines y el cielo no era azul sino de un color plomo oscuro, como el Guáitara, como las nubes de agua revuelta que arrastraba el río con un ruido infernal de piedras y tormentas vegetales.
Y todos se echaron de p’atrás cuando el Capitán metió la mano por entre la chaqueta y se imaginaron el revólver anunciando con voz sorda la muerte del Comandante, y no había revuelo en el circo ni plumas ensangrentadas ni «carajos» ni «quien da más por el gallo giro» y era que el gallo giro se echaba también de para atrás asustado porque pensó que había visto la muerte que se reía bajo sus crestas con una risa fría y le hacía muecas y nadie supo entonces que de todo era culpable el indio Iginio Rincón, porque era el único que no alimentaba el milagro de los niños multiplicándose en el lecho de los pobres como el pan y los peces, sino que tenía montado su negocio con el Comandante y el Capitán le había trancado una noche cuando venía al trote en su caballo negro y la brasa del tabaco en la boca ardiendo como un amanecer de pólvora en llamas.
Harto era el matute del indio. Nada menos que cinco mulas bien cargadas de anís y otras cinco con bultos de lana. El anís para la destiladora clandestina de aguardiente, que lo producía blanco y transparente como esos bloques de hielo que servían para hacer «raspado» con jarabe y que los chicos saboreaban con delicia, a pesar de que el frío se les metía de lleno por entre las blusas de lana, que para eso eran los bultos de lana, y maldita era la gracia de que ahora les saliera al paso y les requisara las cargas, él solo, como si se creyera acompañado de todo un regimiento de gendarmes, pero no se atrevieron a usar las armas y le ofrecieron dinero que sabían que harto necesitaba a pesar de que todos los sábados durante la feria jamás los mendigos salieron de su casa sin que su mujer les diera un plato de arroz con patatas, y tenían la impresión de ver a todos esos hombres andrajosos sentados en el traspatio de la casa, como los apóstoles, doce, casi siempre doce y uno de ellos casi siempre más viejo y más andrajoso que los otros y Maximina la india, la sirvienta expedita, diligente y servicial como su patrona, a quien adoraba y llamaba «ángel de Dios» y ahora estaban perplejos porque les rechazó los manojos de billetes, ¡carajo!, si la honradez no se compra con dinero, y empezaron a denunciar a los otros, que por qué entonces no decomisa los bultos que Matías Rosero mete de contrabando hacia Tulcán, o los de Jesús Chávez, o los de Elías Viveros, ¡carajo!, porque esos pobres diablos no tienen ni una estera en qué caerse muertos, ¡carajo!, y tienen más hijos que piojos en las ropas!, y ya verá, amenazaron, que esta vaina no le va a gustar al Comandante Peláez, y así supo que este era el socio misterioso, el financiero que se encargaba de la destilería, del embotellamiento del anisado y de la consignación de la lana a las fábricas de textiles de Medellín y fue cuando vieron que le cerraba el paso en la calle haciéndole el reclamo, y el Capitán se quitó los anteojos y quiso guardarlos en el bolsillo de la chaqueta y el otro retrocedió pálido con los cojones temblando y los demás se asustaron porque se imaginaron que iba a disparar el revólver, y no había tal revólver sino un estuche de cuero con un par de gafas y cuando le dijo «no soy tan cobarde como para andar armado» era como ver al gallo giro corriendo por entre el entarimado del circo, cacareando como una gallina clueca, y así supieron que si les veía, que no era como ellos se lo imaginaban y que cuando el hombre aparecía a caballo por entre los riscos, sabía qué sombra era de que sombra y qué piedra había aumentado de tamaño con la noche.
Al primo Arturo Pérez le contaron los hijos del Capitán el incidente, porque lo habían visto noveleros en la esquina de la plaza esperando que pasara el automóvil con el aviador adentro con su casco de cuero y sus grandes anteojeras, y vieron al grupo de gentes agitadas que se reían del Comandante que se fue escurriendo calle abajo hasta perderse por entre los toldos del mercado y vieron a esas mismas gentes que se abrían con respeto cuando el Capitán volvió a ponerse los anteojos y siguió leyendo el periódico que aún tenía entre las manos y ya no le dio más importancia al asunto ni se acordó jamás de relatarlo, como aquel suceso que el primo Arturo contaba, aquella feria en un pueblo del Cauca, un pueblo con una única y larga calle polvorienta llena de moscas y negritos escuálidos y sucios, olvidados de Dios y de la Patria, sin escuelas ni dispensarios públicos y un cementerio creciendo todos los días. El primo Arturo lo contaba hasta sin creerlo, muerto de la risa porque esas cosas no se ven sino en las películas, y era que un toro furioso se había escapado del corral, un toro furioso que arrancó las trancas y se fue causando estragos por el pueblo, atropellando con sus enormes cuernos el viento, arrancando los racimos de plátanos colgados en los aleros de las casas de techos sobrevolados y todos se escondían por detrás de las puertas y miraban como el animal se revolvía violento contra las paredes de las casas. El Capitán se metió en un almacén en que había desde agujas hasta aparejos de montar, tomó un rejo y lo lanzó en vuelo hacia las patas del astado, lo tumbó, lo maneó, y era como ver una tormenta oscura echando espuma, un mar iracundo rompiendo contra las rocas, tratando de zafarse de las amarras, y cuando lo vio impotente y todos empezaron a asomarse temerosos por entre las tablas de las puertas entornadas, les gritó: «¡Compadres!, allí les dejo el toro», y se fue tranquilo fumando su enorme tabaco de hojas rubias, como si tal cosa, como si ya el pueblo no tuviera otro motivo de tertulias que el tiempo borra y llena de polvo y cucarachas muertas.
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