Solo ocho días bastan para experimentar la temperatura, el calor humano, la belleza del paisaje y sentir en carne propia que el Quindío es una tierra privilegiada por la Naturaleza.
Tuve en mis manos una cartilla de amor por el ambiente del famoso ambientalista Gustavo Wilches-Chaux titulada Manual para enamorar las cañadas. En lenguaje sencillo va ilustrando a su lector sobre los secretos que guardan las montañas, los ríos, los nevados, los frailejones, el magma y acaba por convencerlo a uno de que si no aprendemos a entender, a querer y cuidar el entorno que nos rodea, la Naturaleza se encargará de castigarnos.
Extraña que una voz tan autorizada hable en estos términos ya que la tierra quindiana por donde ha vivido es tan exuberante en frutas, palmas, platanales, café, un clima agradable, con cielo azul con nubes cortadas con tijera por niños de escuela. El experto Wilches habla de la necesidad de cuidar las cuencas o cañadas que preservan la humedad de las ciudades y permiten dormir y habitar. También explica sin rencor por qué ocurren los terremotos y por qué se calienta más el mundo y cuando se atacan los páramos.
La gente de Armenia, de Calarcá, Filandia, de Pijao, Circasia, Quimbaya o de Salento tienen el mismo acento, han nacido de la misma semilla, suenan auténticos cuando se habla con ellos y se les palpa la sinceridad en la piel. La feracidad de la tierra los ha moldeado y comunicado el humor del café, la vivacidad del guatín y la fidelidad del perro.
A Salento llegamos con mi novia a gozar de la hospitalidad de doña Rubiela Arias Ocampo. Nos consiguió su compañía y su candor la invitación de la poeta Claudia Bedoya a participar de los talleres de la maga Marga López Díaz en el Restaurante Orujo junto al Mirador sobre el Valle del Cocora.
Asistieron Néctar, Azul, Agua, Inmensa, Colibrí, Mamey, Melodiosa, Hadagolondrina, Alba, Cañada, Roble, Éter y Caféquindío. Diez mujeres y tres hombres. Al día siguiente completaron su cupo tres poetas jóvenes que vinieron de Quimbaya al Taller de Marga. Dufay, Lorena e Irina alegraron con su gracia. Fabulamos, jugamos a la poesía, reímos, escribimos, soñamos y echamos a volar palabras enhebradas por la fantasía.
Mirando el cañaveral cercano y la lejanía, pasó el sol, el café servido y llegaron a visitarnos las palabras que iban desfilando desde la punta del bolígrafo sobre los cuadernos y hojas sueltas. Evocamos al infinito, al búho, al ojo y en haikús o versos libres fueron tomando formas poemas o cuentos cortos hasta que llegó el momento del Ocaso, cuando se cierran las 14 puertas del día.
Nos fuimos al Café Granada -nombre inicial de Salento- en donde Carlos Augusto nos ofreció café para comer la arepa asada con queso que habíamos conseguido en la esquina a las 9:00 p.m. Oímos tangos, son cubano y hasta ofrecimos un pequeño recital con los poemas más sencillos que hicieron reír y ensoñar a nuestros pocos contertulios entre los que se encontraba un niño que fue quien más gozó con ellos.
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