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El domingo 6 febrero, 2011 a las 10:33 pm
DE RETOZO EN LA SALIDA QUE LLEVA AL MAR

Cielo y sol sobre mujer verde, de paso a Dagua y sus piñales



Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

Nunca pensé tanto como hoy cómo titular esta cuartilla. Quería contar la sabrosura espiritual de quien sale de la ciudad a refrescar su alma. Casi siempre uno dice que quiere volarse del ruido, la contaminación y dar contentura al cuerpo y relajar la quijada y los músculos que hacen fuerza todos los días. Porque busca de esa manera evadirse de la rutina del trabajo, el quehacer diario en la casa, incluso de la comida y el paisaje de la sala, la alcoba y los cuadros que decoran. Todo es lo mismo, y por más que uno diga que no hay como su hogar, el alma pide un cambio de vez en cuando.

Cierto. Dar nueva comida al paladar, nuevos horizontes a los ojos, aire limpio a los pulmones, es saludable. Pero, en el fondo lo que uno quiere es darle un paseo al espíritu. Por eso, aceptamos con mi amada acompañar a la amiga Pamela Escobar a Dagua a pagar un recibo de energía eléctrica de su finca. Esa fue la excusa de gozar de su charla, de su gracia y del paisaje cerca de Cali.

Tomamos la vía que conduce a Buenaventura con su mar Pacífico. Subimos al barrio Terrón Colorado, pasando por la Curva del Gato y, en diez minutos ya estábamos fuera de la ciudad. Desde la amplia autopista devuelve uno la mirada y contempla en postal en vivo la belleza de la ciudad que se asienta allá en el valle que una vez vio sembrado de guayabos Sebastián de Belalcázar. A la derecha el Río Aguacatal abre una hondonada sobre la cordillera y produce la maravilla que semeja una mujer verde con pubis tupido y espalda y muslos con el sol encaramado.

Nuestra emoción encontró este regalo a las diez de la mañana. Sube uno la cuesta y el lado derecho de la vía nos muestra el espectáculo grandioso y gratis. Dos, tres, cuatro excrecencias con piel verdosa y gris y al fondo el río que rompe silencioso la pubertad de la montaña. Sigue rodando el carro y la vista va rozando la falda montañosa que sube hasta la corona del cerro más alto rodeado de yarumos ya canosos.

Estamos en San Miguel y El Saladito, reserva aún boscosa, fresca como muchacha campesina adornada con resucitados y borracheros blancos. Pasamos El Cerezo con su curva que se asoma a mirar al precipicio y llegamos a la punta del mentado kilómetro 18 a toda hora con nubes frías y caliente aguadepanela.

A lado y lado aroman nuestra llegada plantíos de piñas rojas con sus mechones verdes que cantan su cosecha con dulzor de niña. A mediodía en la centenaria Dagua entramos a almorzar en el Restaurante El Cafetal. Caldo de costilla, cerdo a la plancha con spaguettis en salsa amarilla, empanadas con ají y una cerveza grata bastaron para llenar el hambre que acosaba.

Nada caro al bolsillo, nada estruendoso o con ruido, todo casero y con viaje entretejido con picardías y risa. Ese es un modelo de vida sencillo. Esa es música escrita sobre un pentagrama verde y vientos que la interpretan. Eso es tesoro escondido sacado poco a poco con manos lentas y ensueños. Es perfume de azaleas, de jazmines y de dalias que entran despacio al olfato del alma y sanan las penas dormidas.

Esta fue una jornada de retozo joven con la garganta de Marco Antonio Muñiz y de la mano de Pamela.

01-01-11 – 11:59 a.m.
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