De la boca salen lo bueno y lo malo
Por Jairo Cala Otero
Periodista autónomo – Conferencista
Algunos humanos todavía no aprenden que «de la abundancia del corazón habla la boca». Fue y es una enseñanza del Maestro Jesús de Nazaret; y a pesar de haber pasado tanto tiempo, y corrido tanta agua bajos los puentes desde entonces, todavía hay «ciegos» de mente y corazón.
El ejemplo más patético del efecto que las palabras causan en las masas (o en una sola persona, eso depende de cada expresión) es el escándalo protagonizado por el diputado a la Asamblea de Antioquia, Rodrigo Mesa Cadavid. Sus atropelladas palabras, que ofendieron la pertenencia terrígena de los chocoanos, provocaron un «cataclismo» de reacciones variopintas.
Unas reflexiones sencillas sobre este caso no sobran. Aunque pervivan los tercos, y ellos sigan soltando verbosidad a diestro y siniestro, y a mansalva, por no hacer el ejercicio de pensar primero antes de abrir sus bocas.
Asidos de la sentencia del Maestro Jesús podemos anotar que cuando apenas se tiene poco en el corazón para dar, será poco útil aquello de lo que se pueda hablar ante los demás. Si se abunda en conocimiento, templanza, sabiduría y prudencia; y se ha construido un carácter egregio e impoluto, las palabras que los labios pronuncien siempre serán llenas de significantes exactos a tales virtudes. Las palabras son, entonces, el reflejo preclaro de lo que llevamos dentro; de lo que está hecha la naturaleza del ser: del estado opaco, mustio y oscuro; o reluciente, brillante y resplandeciente de cada alma.
Las excusas del tipo «Me equivoqué»; «Me interpretaron mal lo que quise decir»; «No fue mi intención ofender» no tienen peso alguno; son tan vacías y livianas como el mismo desacierto de quien ha hablado sin pensar primero. Desacierta, porque -tenemos que repetir- no tiene más nada qué dar; de su boca siempre saldrá rustiquez, patanada, gamberrismo oral, grosería, disolución, ofensa y liviandad. Ese es el fruto de aquello que cultiva en su interior, en sus pensamientos y emociones.
Tampoco se justifica la otra excusa: «Es que así se habla en tal o cual parte». Una sentencia tal lo que hace es dimensionar globalmente una conducta individual, y elevarla a categoría colectiva, con lo cual se inculpa injusta e irrespetuosamente a todas las demás personas que no tengan expresiones de bajo nivel cultural en su lenguaje habitual. El asunto no es de geografía, no es de territorialidad. Cada palabra que uno pronuncia encarna única y exclusivamente el propio pensamiento y sentimiento; nunca los pensamientos y sentimientos de las otras personas, aunque ellas estén unidas a uno por lazos afectivos o sanguíneos.
Los humanos somos individuales, por lo tanto, tenemos particularidades propias y exclusivas, y eso incluye a las palabras. Ellas son propiedad nuestra, y de la forma como las usemos nos harán libres o esclavos. Todos los días se produce ese proceso, y, sin embargo, se cae fácilmente en desaciertos como el aquí comentado.
Sigue a Proclama en Google NewsQuienes vociferan a todo pulmón que son «doctores», o los que preguntan ingenuamente si uno no sabe quiénes son ellos (vacío de identidad) ignoran cómo funciona la comunicación oral; y qué efectos producen en los demás las palabras partir del enfoque semántico que les demos. Por eso, cuando hacen explotar granadas hechas con palabras, dejan los cartones extendidos por las universidades en el nivel de las heces humanas a las que se refirió aquel diputado antioqueño; porque, por muy bonitos que luzcan en la sala de la casa o en la oficina, tales cartones no llenan con carácter y buenos modales el corazón ni el alma de quienes los recibieron.
Hoy pululan muchos «doctores caca» (traducción: casi convertidos en androides) que se ufanan de títulos de cartulina, pero están lejos de la capacidad de asumir conductas humanamente elevadas como para ser dignos ejemplos para los demás.
Ellas, las palaras -como el dinero- no son malas ni buenas; son energía neutra. Pero se manifiestan de una u otra forma según el uso que cada hablante haga de ellas. Las chambonadas orales son irreparables, lo mismo que los tiros salidos de un arma de fuego. Como no tienen retorno, dejan en el ambiente la fría y horripilante muestra de lo que son sus «tiradores».
Si los valores humanos volvieran a pasearse por los claustros de colegios y universidades; si se aposentaran en las salas de las casas (donde se perpetuó el enemigo del diálogo: el televisor); si la lectura no fuese una distracción para pasar el tiempo libre, sino hábito y fuente de sabiduría, los malhablados, rústicos y ofensivos con las palabras serían cada día menos. Abundarían los genuinos seres humanos: los letrados, los cultos, los que supieran hablar y discrepar con suprema altura; los que al emitir vocablos pusieran a pensar profundamente a sus semejantes.
Lo dejo, apreciado lector, con Jesús y su filosófica sentencia: «El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón. Pues de lo que abunda en su corazón habla su boca». (Lucas: 6-45).
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