
Los tenía rotos y deslucidos, “pero deben de ser negros”, insiste. Un pájaro pasa veloz por encima de ciudad poblada de bosques de tilo, dos ríos la cercan rodeando una enorme fortaleza de piedra que los celtas llamaron Singidunum. Ni la mas ligera brizna de aire se filtra por entre el calcinante sol del verano, un olor de vendimia trae a la boca el sabor del pan masticado con uvas, esas uvas grandes y morenas de los campos de Serbia, recordaba los viñedos de Smederevo donde tuvo el Danubio puertos para los mercaderes raguzinos, pero los otros rieron de sus recuerdos viéndolo tirado en la tierra sucia, empañada por el barro, por la tenaz llovizna de la madrugada, rieron de su susurro vomitando sangre, “son árboles’’, decía, “sin embargo, se mueven’’ pensó, pensó también ‘’por qué hacen tanto ruido?’’… “Aquí no hay soldados’’ dijo uno de los hombres empujándolo hacia donde otros les estaban esperando bastante rato ya ocultos en la manigua. Se regocijaron de la liebre, la mira de los rifles enfocada en el hombre que manejaba el arma con la dificultad de un neófito en el arte de la guerra.
Un campesino de la región le vio bajar clandestino al pueblo en busca de yodo, gasas y aspirinas. “Tiene los ojos de un halcón’’ dijo al capitán de la tropilla de mestizos que ahora emboscados le esperaban. Cuando el resplandor azuloso le pegó en el pecho le pasó como una ráfaga de aire la imagen de un río gris lleno de puentes. “Es el Danubio” dijo una mujer y él se quedó ensimismado mirando sus profundos ojos azules mientras el tren jadeaba bajo la canícula de ese mismo sol que ahora se le escapa por entre las manos llenas de sangre, apretadas angustiosamente contra el pecho. “Era un halcón”, se dijo el soldado ajustando la cámara del rifle. Los otros, los que reían, le dejaron como se abandona una bandera tinta de sangre y pólvora. Pensó que ese era el último tren del día y se durmió sintiendo el trique-trac-triqui-trac bajo el asiento y el río y los puentes esfumándose unos tras otros por la ventana abierta. “Es el Danubio’’ repitió la mujer señalando el río que copiaba el cielo y las nubes contra una playa pedregosa y unos árboles en fila que se movían como soldados. “Pero son soldados” insistió hasta que el sol se apagó y se fue perdiendo lentamente entre un murmullo de voces, en una estación lejana, esperando un tren que se anunciaba quejumbroso con un largo chillido y que al poco rato tiñe el paisaje con una columna de humo negra y espesa.
La luz se bifurca en las interminables líneas paralelas de acero. El hombre de la chaqueta azul y gorra encarnada alza el brazo, agita una banderita roja y hace sonar un silbato con una nota aguda y penetrante. Alguien grita “ya viene” y las caras ansiosas se vuelven a mirar hacia el horizonte.
Dos guapas hembras de largas y doradas piernas, de ojos claros y vivarachos les miran desde el kiosco de periódicos. El hombre bajito que usa anteojos de gruesos aros de carey, comenta: “es este un hermoso país”. Destaca la mezcolanza de la gente, los tipos humanos tan diversos, hasta la estación del ferrocarril le recuerda una de la sabana de Bogotá o del Valle del Cauca. “¡Qué gentío!”, dice el hombre alto. Al prenderle fuego al tabaco de la pipa deja que el fósforo se consuma entre los dedos. La atmósfera es densa. Las hojas de los árboles parecen de cristal. “¡Evo, dolazi!”, grita una morena que sonrie con malicia. Algunos corren hasta el andén principal y estiran los cuellos. “¿Gde ides?” “A Dubrovnik”, contesta, “¿y tú?” Alzo los hombros con triste resignación. “Yo me quedo, pero ellos -los señala- viajan a Italia’’. ¿Italianos? No, sudamericanos. “¡Bene, grita lanzándome un beso con la mano, buon viaggio!’’ y se pierde entre la multitud. El sol de agosto quema, aceita la piel y empapa las camisas. En Dubrovnik a estas horas hay una plaza llena de turistas y palomas al pie de una fuente y contra el cielo debe recortarse la cúpula verde-azul de la iglesia de San Vlaso, sus balaustradas de mármol y piedra labrada, las calles escalonadas y estrechas para jugar a las escondidas y el mar apretando dulcemente el cinturón de sus murallas. Todos viajan. “Vacaciones colectivas”, explica, y los trenes son pocos. “Pedid y se os dará” dice el hombre de los ojos de halcón soltando una alegre carcajada de oro que tintinea en el aire y se va rodando por entre las piernas de las muchachas que les miran con malicia y ríen a carcajadas de plata. Su pipa arde con un humo delicioso a vainilla y el cielo es tan azul que hasta las hojas de los árboles parecen de cristal.
Con las piernas abiertas en compás y la pipa en la boca observa las maniobras de la pesada máquina de un tren de carga que, pujando, con dificultad se aproxima a los muelles de los depósitos de mercancías. Vista desde lejos parece la dehesa de una fábrica de minerales. Soportando el infernal calor, caminando con dificultad y con la pesada bolsa de los víveres en una mano y en la otra un quitasol, la mujer les encontró desamparados en el parque en cháchara inútil y les ofreció su casa con la espontaneidad con que las gentes de Serbia han venido haciéndolo desde hace ya centenares de años. En todo extranjero, en todo solitario de los caminos se oculta un dios y ¡ay! de quienes le ofendan porque entonces la desgracia se cebará en sus casas como cerdo salvaje y las noches serán más frías e interminablemente largas. Entre su casa y Kalenic, la plaza de mercado, atravesar el parque es la ruta más cercana, y qué placer andar por sus caminos oblicuos ‘’’¿puf! puf! puf!’’ resuella escuchando los gritos de los chiquillos para quienes hasta llegar la noche hay un espacio de tiempo que debe vivirse con la intensidad de un guerrero, pero dos sombras desoladas le cortan el paso, hay una lejana premonición, el hijo ausente, extranjero en Londres, alguna buena mujer le calmará la sed en un día tan caluroso como este. Los tilos maduros desprenden su perfume como abejas rubias en apretado haz de espigas minúsculas. “Ma maison est á votre disposition’’ y así más de una semana fueron sus hijos. Al partir su tristeza aumenta. Luis ha dejado olvidada su pijama bajo la almohada. Aquel madruga a las seis todos los días, a misa “el est prétre’’ y en sus ojos juega la risa al cara y cruz de una moneda de oro’’. “A cara y cruz’’ propuso un soldado antes de disparar al hombre que arrodillado titubea en apretar el disparador.
“¡Basta ya de tanta violencia y de tanta sangre!” repite indignado al escuchar que alguien dice que fue un error no haber fusilado más gente, si fue acaso un error el haber matado a quienes se quedaron en casa porque los otros, los que se fueron a la montaña se adueñaron de la verdad y no les quedó en el alma un resquicio por donde pudiera filtrarse un poco de compasión por los cobardes o porque tal vez el sentimentalismo era cobardía o porque la cobardía no los obligó al extremo de armarse con fusiles y piedras para atacar en manada o porque el odio fue más grande y fuerte que el corazón de los campeones. “Il est un enfant s’il croit en ces bêtises’’ y se imaginó que le decía que era cura por bromear, que no le hablaba en serio, pero si hablaba en serio e insistió en comprar un par de pantalones negros porque los que tiene se han desgastado y rechaza la idea de un par de pantalones grises para combinarlos con su chaqueta negra, “al fin de cuentas, dijo resignado, los compraré en Trieste, allí en el Ponte Roso donde ya he visto a ese revoltijo de gente comprando ropa barata’’ y señalaba con la pipa a los que corrían desaforados con maletas amarradas con cuerdas y con canastas de verduras y pollos asados hacia el andén donde un tren sitiado trata de zafarse del asalto y de escapar nuevamente hacia el horizonte que implacable se bifurca en las líneas de acero.
Un tren verde y lujurioso los trajo de Hungría, una línea verde a través de Polonia y Checoslovaquia y que a partir de Berlín les vino mostrando molinos de viento y ruedas de piedra, ríos tumultuosos de barcas y de velas, haces de trigo en montículos rubios por las llanuras, caballos destetados mirando con ojos tristes los vagones que pasan, una muchacha que agita una mano, un hombre que agita un sombrero, un niño que grita jubiloso y corre a treparse sobre las tablas de una valla vieja y podrida para demorar aun más la visión del tren que corre, trique-trac-trique-trac-trique-trac bajo el asiento “si es el Danubio’’ y el brazo moreno y delicado le muestra las aguas grises y los puentes, los castillos encumbrados en la niebla, y sentados esperan que el calor pase, que se alarguen las sombra de los árboles porque el amigo había cambiado de dirección y ahora “¿qué hacemos si no lo encontramos?’’ “esperar, curita, esperar que el calor amaine un poco’’. La mujer les oye. “¿Est-ce l’espagnol que vous parlez?’’ y les ofrece su casa porque le pareció ver al hijo que estudia en Londres. “¡Beacoup de Yugoslaves ont combattu en Espagne pour la République!’’ Siente nostalgia de su juventud, de su risa de oro y la casa “sin el hijo es un desierto”. “¡No!”, les dijo rechazando el dinero, “si han sido mis huéspedes’’ y se enjugó las lágrimas que ya corrían por el rostro cuando partieron, cuando le dijeron adiós, “¡escribiremos!” y hubo después muchos trenes, muchos adioses y “las divisiones alemanas le encuentran en plena pelea”, había escrito cuando le sobresalta el furioso timbre del teléfono de la redacción. “Dos amigos de Colombia le buscan’’ dice la brusca voz de la portera del edificio de Radio Yugoslavia, ex carcelera de una prisión de mujeres en Serbia al terminar la guerra, y allí estaban ambos, pequeño, moreno, de grandes gafas de aros de carey el uno, y alto, atlético el otro con una pipa ardiendo en la mano y un rayo luminoso en los ojos grises y volvió hacia atrás, hacia el meridiano remoto de un país esquizoide, a un Café llamado “La Paz’’ en donde se veían casi a menudo los sábados por la tarde y en donde los pilló un día una rebelión de soldados, tanques en las calles, un obús disparado a las tontas y a las volandas contra los muros de un edificio, hombres pobres y hombres ricos besando culos y botas. “¡La Dictadura!”, dijeron. Se sintieron en capilla por ser libres y con las manos atadas y los pies ligeros para medir los caminos del exilio, pero ya nadie tenia necesidad de jugarse la suerte de los demás con una moneda y cuando el soldado pasó la correa del fusil por el hombro, escuchó que el moribundo dijo “¡no matarás!” y se quedó doblado con las manos en el pecho y en los ojos del halcón el rayo de una luz constante que ardía. Así que cuando sonó el teléfono dejó de escribir y les vio sonriendo y no eran como aquel muchacho argentino que le mandó otro amigo de Roma y que mientras salían de la estación con su maleta a cuestas un tufito a mierda que despedía el pobre le traía loco y desesperado. Tuvo el temor de que otra vez volvieran los desconocidos a perturbarle y no fue así. Le dolió la despedida, hasta más ver y Belgrado que tanto ama sin ellos solitaria y triste ¡si al menos la pudiera encontrar!, pensó en aquella hermosa morena que le lanzó un beso con la mano, pero dijo que iba a Dubrovnik y se perdió entre la multitud. Luego ellos partieron en el Expreso de Estambul, el Expreso del Sol con la caldera a más de mil grados ardiendo sobre sus cabezas. “Bien -le dijo entonces cuando le pidió perdón por no haberle confesado que era cura-, serás nuestro Dean rojo cuando hagamos la revolución’’. Luis soltó su alegre risa. En pocos minutos el horizonte se tragó el último vagón que se arrastraba penosamente dejándole en la estación con un adiós, hasta más ver que se enredaba en la garganta y no era ni un sollozo ni una espina de pescado sino un dolor recóndito de ver pasar la vida como los trenes, la gente como los trenes y el humo y el sol y los soldados detrás de un pobre muerto que fue creciendo como el mástil de una bandera rota, una bandera inmensa que perforada por las balas flamea alta, orgullosa en el tope de un edificio en llamas, y un héroe que surge de entre las tinieblas a pasos largos ¡adelante! ¡siempre adelante hasta la victoria final!
www.dubrovnikcroatia.biz/
amorpujol.blogspot.com/2007_04_01_archive.html
www.elespectador.com/columna-luis-villar-borda
Deja Una Respuesta