Cuando las palabras son sustento vital
Escribir no es un verbo cualquiera. Se lo conjuga como transitivo (con complemento directo), pero tiene mucha más significación que trazar palabras o signos en un papel, una computadora u otra superficie.
Para mí, ese verbo tiene un encanto particular. Debe de ser porque, desde hace muchos años, las palabras son mis mejores amigas comunicacionales, actúan de manera real cuando las necesito para escribir, que es todos los días. Y ellas, muy complacientes, obsequiosas, obsecuentes y prestas me sirven sin límite alguno. Lo mismo para expresar una idea vaga como para revelar algún pensamiento juicioso, o estructurar algún proyecto, pasando por una que otra banalidad.
Lo que puedo asegurar es que ellas, las bendecidas palabras, tienen un encanto semejante al de algunas mujeres luego de que son cortejadas y seducidas.
Generan un afecto tal, las palabras, que es imposible renunciar a su poderosa influencia en nuestra vida después de haberlas conocido a fondo; o de haberlas trajinado de mil maneras, sin que osaran oponerse a que se las use. Se las quiere de modo irrenunciable, porque tienen una magia tan peculiar que es imposible abandonarlas; su servicio no tiene comparación con nada a la hora de «llamarlas» cuando necesitamos comunicar algo, o comunicarnos con otras personas.
Cuando decidí apartarme del embrollado mundo de las noticias, fortalecí mi alianza con ellas, las queridas palabras; he aprendido a quererlas más intensamente y mejor, desde entonces. Me han dado más satisfacciones que antes, las he empleado para mayores empresas que la de testimoniar sucesos; las he «abrazado» en todo su esplendor, para transmitir aliento de vida a muchos más congéneres; para enseñar lo poco que he aprendido de la Lengua española, tan rica y brillante; para cambiar sustancial y positivamente el esquema mental (mío y de otros prójimos). Son tantos los ámbitos en que se las puede encomiar, que me haría interminable en la descripción de la grandeza y beneficios que ellas generan.
Desde las cinco de la mañana trajino con ellas, en muchos aspectos; pero sin prisas, sin presiones, sin angustias… ¡Con mucho encanto, y con un disfrute sin límite! Como cuando se disfruta de una estupenda compañía femenina. La única diferencia es que con las palabras el «orgasmo» es mental.
Alguna vez alguien, con perfil de gamberro, me dio una imperativa orden por Internet tras rechazar groseramente uno de mis artículos con observaciones idiomáticas: «Mejor, coja oficio», me dijo. Yo me eché a reír, por lo impertinente de la imperativa sentencia. Me tocó responderle al desconocido -que tampoco me conoce- que ya tengo oficicio desde hace muchos años: escribir. Luego no me estaba mandando a hacer nada nuevo. Por esa misma razón, tampoco renuncio a la libertad de expresar lo que siento y pienso.
Otros hay que me han «ametrallado» con palabras de calibre insospechado. Pero son malos tiradores, pues no han dado en el blanco. Y si otros llegasen a tirar bien, sus «proyectiles» chocarán contra un súper chaleco «antibalas» de inquebrantables componentes: dignidad, decoro, pundonor, donosura y autoestima.
Cuando uno se ha metido de lleno en este mundo de palabras, y a descubrir su esplendor, este no se apaga nunca. Al contrario, adquiere más «combustible» diariamente, para mantener encendida la llama de la comunicación. Porque ellas, las utilísimas y nunca bien apreciadas palabras, salen a nuestro encuentro cuando las llamamos para expresar lo que pensamos y sentimos.
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