
(Dibujo de 1983)
AUTORRETRATO 8, CON MONALISA
Él estaba absorto, leyendo un famoso libro de alquimia del siglo XVII, “La entrada abierta al palacio cerrado del rey”, del adepto Ireneo Filaleteo, “inglés de nacimiento y habitante del universo”.
No entendía cómo estaba allí, en ese salón inmenso, un lugar de por lo menos 100 mt. de largo por unos 60 mt. de ancho y 7 de alto, según sus cálculos. Con piso de mármol blanco y paredes totalmente del mismo color, escasamente había allí un espejo, una mesa, un caballete con sus implementos para dibujar, y dos sillas fraileras con espaldares de cuero tallado: uno con un blasón hermético representando el sol, la luna, un aljibe y el caduceo con las dos serpientes enroscadas; y el otro con una réplica de uno de los grabados del “Mutus Liber”. No había absolutamente nada más, de modo que el recinto era imponente, iluminado por una luz blanca, pareja, parecida a la que producen las lámparas de neón; mas no se veía ningún foco, al menos aparentemente; y en todo el centro de esa habitación, un mosaico de baldosas grandes formaba una rosa roja en el piso, única nota de color en ese extraño aposento que parecía fuera de todo contexto conocido, al menos para la conciencia de vigilia.
«Aquí no penetra ni el tiempo”, pensó él. Y fue cuando entró ella, por una puerta cercana a una de las esquinas, igualmente rara por sus dimensiones nada comunes: tal vez 1,50 mt. de ancho por unos 4 de alto, creo. Apenas se cerraba, aislaba totalmente aquella habitación del ruido exterior; al abrirla, la atmósfera sonora del mundo externo inundaba con todo su poder, de modo que esa puerta era un eje entre el ruido y el silencio absoluto. Ella venía vestida con chaqueta de cuero y jeans no muy ajustados, que formaban dos o tres pliegues encima de sus botas negras. Mucho más delgada a como se la ha imaginado siempre; su tez era tersa, intocada por el paso de los siglos, pero de un vigor delicado. Se acercó.
Estupefacto, él puso su mano derecha sobre el hombro; se asomaron al espejo, y no fue necesario nada más; ninguna presentación de su parte o de él. Pero él trataba de ocultar su inmensa sorpresa; se sentía avergonzado ante la belleza de su porte, de modo que tuvo que recoger algo de sus fuerzas interiores para conservar una aparente calma, una serenidad de etiqueta fingida, ante el reto casi absurdo del momento.
El dibujo avanzaba normalmente. Su sonrisa era eterna, extática, indefinida y precisa al mismo tiempo. Se ha dicho mucho acerca de ese gesto insondable, de esa maravillosa transición entre las luces y las sombras.
“Mi maestro hablaba muy poco; yo lo llamaba Señor silencioso, pero tenía una intuición que traspasaba la materia”, dijo ella. “Los dioses sólo nos abrirán sus puertas cuando tengamos las alas de Ícaro, insinuó alguna vez cuando me pintaba”, añadió.
Creo que pocas palabras bastan en los momentos más dichosos, y ese era uno de ellos. Él deslizaba el lápiz sobre el papel, trataba de captar más el espacio de su espíritu que el de su carne.
“Su imagen es casi pura, intangible”, pensaba; mientras lo único que escuchaba, además de sus pocos pensamientos, era ese misterioso sonido que había oído desde siempre. Entonces pensó en Pitágoras y su música de las esferas, y recordó que algunos santos de la India, como Kabir, Nanak y Hazur hablan de él como del “sonido eterno que resuena en nuestro interior”.
Y al instante ella pareció adivinar su mundo, porque dijo: “Los poemas de Kabir son tan bellos como las pinturas de mi maestro”. Hablaba de él con reverencia, pero sonrió cuando contó que había dejado libre a su unicornio en el jardín y que ya debía volver a su compañía.
En medio de un descanso, ellos se asomaron nuevamente en el espejo; pero, al instante, ella ya no estaba a su lado. En ese vidrio, cuando se alejaba mirando atrás, él pudo ver por primera vez sus dientes en sonrisa abierta, y haciendo un gesto con la mano, desapareció.
Él no había notado que arriba, en el centro del techo, había una cúpula semiesférica, de cristal ligeramente opaco, con un pequeño agujero por donde el cenit filtraba un rayo de luz, exactamente sobre la rosa roja del piso; y la estructura de la cúpula, con sus vigas, proyectaba una sombra sobre el piso, con la forma de un cuadrado, un círculo inscrito, las diagonales y los diámetros perpendiculares cruzándose exactamente en el centro de la rosa. Y allí, ella había dejado un cuaderno empastado en pergamino, con esquineras de cobre dorado. En la primera página decía, con hermosa caligrafía: «El Secreto Diario». “¿Un diario secreto?” pensó él.
Y en la última página había anotado: “Debes destilar la sangre de la rosa mística en la piedra cúbica de los sabios; así descifrarás los enigmas de Filaleteo”; y al final firmaba: “Monalisa”.
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