
Algo sobre el tiempo

Mi padre tenía suscripción a la editorial Círculo de Lectores y el primer sábado del mes pasaba el librero. El hombre cobraba, entregaba libros y dejaba el catálogo.
Una vez mi papá lo invitó a tomar café con envueltos de choclo alrededor del trapiche y al trote de las mulas improvisó una tertulia que todavía me da vueltas en la cabeza:
―El tiempo pasa rápido ―dijo mi padre proponiendo el tema―, pero me da la impresión de que no tiene principio ni final. ¿Qué piensa usted?
―La vida, que es un instante, tiene tiempos vacíos, tiempos plenos y tiempos muertos.
― ¿Qué dicen los libros del tiempo? ―le preguntó mi papá.
―Aristóteles proponía vivir tiempos de ocio, que son tiempos tranquilos. Lutero, al contrario, sugería usar el tiempo para trabajar duro hasta lograr la salvación divina. Para los poetas, sin embargo, los tiempos de contemplación son el resplandor de la vida.
―Le pregunto porque pienso en el miedo que produce morirse a destiempo.
―Hay que situarse afuera de las cosas para entenderlas. Adentro no vemos nada. La ciencia, la literatura, la filosofía y la religión intentan explicar el tiempo, cada una a su manera.
―He llegado a la conclusión de que el tiempo es material en la literatura, pero en la vida real es algo inmaterial, ¿me hago entender?
El hombre se llenó la boca con un pedazo de envuelto de choclo para hacer tiempo y poder pensar. Luego contestó:
―El tiempo es el látigo de Dios. Cuando fuimos arrojados del paraíso, donde todo era bello y bueno, comenzamos a padecer la tiranía del tiempo, pues todo lo que toca lo arruina: la belleza, el amor, la vida, ¡todo! Cronos, igual, es un dios perverso.
―Leí en uno de esos libros que le compré el otro día ―replicó mi padre― que san Agustín tenía una teoría curiosa: el pasado no es, porque ya pasó, por tanto ya no existe, no es nada; el futuro no existe porque no ha sucedido, por tanto no es nada; luego, el presente es el encuentro entre pasado y futuro. Por ende, el presente es la unión entre la nada del pasado y la nada del futuro. Y como el presente no existe, el ahora no es nada.
Entonces mi viejo soltó tremenda carcajada que los demás acompañamos con una sonrisa.
―Discutible esa teoría de san Agustín ―gruñó el librero y se volvió a llenar la boca con un pedazo de envuelto.
―Lo que yo entiendo ―intervino mi mamá― es que los buenos recuerdos son un tesoro que ninguna fortuna del mundo podrá comprar.
―De acuerdo. Los recuerdos son testimonio de la existencia de un tiempo pasado ―contestó mi papá―. Pero insisto: ¿cómo saber cuál es el tiempo de las cosas?
―Una forma de ser conscientes del ahora es cuando planeamos un momento en el futuro. Allí conectamos el ayer con el mañana ―explicó el librero. Luego se puso de pie, hizo un ademán elegante y se despidió agradeciendo el convite y la charla.
Ahora que mi padre yace en el cementerio, en otra vida y otro tiempo, me gustaría decirle que he leído que para algunos grupos étnicos el tiempo es un eterno presente, un girar de caracol, una eternidad en movimiento; que la vida, como un río, fluye sin final. Decirle que su ejemplo de padre (aquel que nos enseñó el valor de leer, pensar, estudiar y preguntar), no morirá jamás, porque, aunque falleció a destiempo, como todos los muertos que amamos, su ejemplo reina y pervive en nuestra memoria.
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