
A vuelo de plumas (2)

En la misma colección de Colcultura está el volumen Cruz y raya (No. 75), que recoge una selección de columnas de Eduardo Mendoza Varela (1919-1986), publicadas en El Tiempo durante la década del 60. Hay una en especial que los más adultos quizá recuerdan: “Educación y empanadas”, sobre un hecho que tuvo la virtud de exacerbar la indignación nacional (nada que envidiarles a las redes sociales de hoy).
El tema de la columna es un asunto de discriminación y clasismo que, como el racismo, sacan a la luz lacras que laceran la condición humana. En sentido bíblico, es la ‘necedad’ de creerse más que los otros por el color de piel o por tener más dinero o más poder. Hay sociedades que han avanzado más que nosotros en superar ese mezquino prejuicio, que hoy padece con bastante frecuencia nuestra vicepresidenta Francia Márquez.
Como el propósito de estos artículos es compartir una muestra del periodismo colombiano en la segunda mitad del siglo XX, el espacio que sigue va por cuenta de plumas ilustres. En efecto, Eduardo Mendoza Varela registró la bellaquería cometida contra una niña cuya mamá vendía empanadas (1962): «Mientras su alteza real, el príncipe Carlos Felipe Arturo Jorge, hijo mayor del duque de Edimburgo y de doña Isabel II, estudia en un internado promiscuo, duerme en catre de hierro y se lava todas las mañanas en un platón esmaltado, aquí, a pocos kilómetros de la Atenas Suramericana, a una niña se le ha cancelado la matrícula en cierto colegio de religiosas, porque su madre confeccionaba empanadas».
En otro fragmento, Eduardo Mendoza Varela resume en pocas líneas el proceso creador del escritor y el artista: «El escritor, en efecto, tiene que prefabricar un tema, tiene que escarbar, por fuerza, para apropiarse de un “motivo”. Y si no lo encuentra, de alguna manera tiene que inventarlo. Los pintores, de otro modo, tropiezan a la vuelta de la esquina con el más trivial, pero también el más adecuado trozo de vida: un árbol, una mujer, una manzana. Su única tarea es cosa de cedazo: adelgazar y pulir los objetos, interpretar esas deliciosas realidades».
Roberto García-Peña cuenta una anécdota que involucra al polémico escritor colombiano José María Vargas Vila, en cuya vida la fortuna y el infortunio equilibraban la balanza; la Iglesia le lastimó la vida con la férula de la censura, pero al mismo tiempo le hizo un gran favor: lo convirtió en el autor más leído y, de contera, el más vendido. Al punto que García Márquez decía que hasta principios del 60 solo dos escritores en Colombia podían vivir de sus libros: Vargas Vila y Germán Arciniegas. «…nos hallábamos –escribe García-Peña– amigos de distintas patrias americanas. Se hablaba de la democracia, desde luego, y de la literatura naturalmente. Pablo Neruda planteó el tema de Vargas Vila, para enaltecer el mérito de su obra y su inocultable influencia en muchas generaciones». Este provocador juicio halló voces a favor y en contra, por supuesto.
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