
Rodrigo Valencia Q. ©
Seguramente los entendidos de hoy hablarán de «trastorno bipolar»; en todo caso, se trata de un drama con obsesividad e intensidad crecientes. Nombrar a Buñuel es evocar un mito, pero esta película nos devuelve a un tiempo suyo más convencional al de revelaciones fílmicas posteriores, en un drama a lo Othello.
El filme, con su ingrediente religioso que caracteriza siempre la mirada de Buñuel, nos mantiene en intriga continua; es un evento psicológico con indudables interferencias de sombra entre la luz. La cordura de Francisco está en duda; los celos, uno de los peores enemigos de toda tranquilidad, dramatizan una pasión en crescendo hacia el desorden; son aquí el contenido de un mundo singular al interior de un individuo acosado por la duda hasta el delirio. Su vida se envuelve en su propia red de confusión, y diligentemente este cuento nos lleva, en sigilo, como observadores sin voz ni voto; y entonces, como en toda historia, sólo podemos aceptar el designio otorgado por el guión.
Con Arturo de Córdoba y Delia Garcés, este filme mejicano de 1952, inspirado en la obra de Mercedes Pinto, gira entre episodios donde la vida construye y derrumba momentos en que el sometimiento de la mujer agrede, solapado a la «luz» de una época que todavía asoma impune en nuestros días.
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